lunes, 17 de septiembre de 2012

Discurso - Ouviña


Revista Virtual INTERCAMBIOS, Nº 15 – Noviembre 2011.  http://intercambios.jursoc.unlp.edu.ar/

Sección Aportes y Producciones


DISCURSO DEL DR. GUILLERMO OUVIÑA
El buen penalista primero siente, luego piensa y finalmente dice.

Hoy es 30 de agosto de 2010 y me entregan un libro.  Parece que hemos progresado.  El 30 de agosto de 1980, hace treinta años hoy, se quemaban un millón de libros en Sarandí.  No era un incendio, no era un accidente, era una orden judicial.  Es decir: el ordenamiento jurídico en nuestro país quemaba libros.
Digo al parecer hemos progresado, primero porque nace un nuevo libro, segundo porque me lo han regalado y tercero parece que es en mi homenaje.  No lo he leído pero por lo que viene diciendo la gente que está al lado mío presumo que es así.
Ray Bradbury, que se ocupó de la ciencia ficción, decía que hay algo mucho peor que incendiar libros: por ejemplo no leerlos. 
Antes de formular mi agradecimiento, quiero delante de tan cautivante auditorio, con todas las formalidades de la ley, comprometerme a leerlo, lo cual a cierta altura de la vida (empecé a los 18 años enamorado del derecho penal y hemos tenido algunos disgustos), hoy día regresar al derecho penal no tiene la seducción de las primeras novias. 
Sin embargo, este compromiso se adopta porque la aparición de un libro es un canto de esperanza.  En primer lugar uno comprueba que sigue vivo el fuego sagrado por el cual hay gente que se priva de cosas, se sienta en una silla, enciende la lámpara y empieza a escribir papeles imaginando relaciones jurídicas, es decir, investiga, escribe, publica.
No todo está perdido mientras se haga esto en nuestro país.
            Claro está que escribir derecho penal en estos tiempos parece un poco un deleite de gente “pudiente” en una sociedad en que se clama por la inseguridad, por la perversidad gratuita con que muchos criminales violan la ley, y por sobre todo, por la impunidad.
            ¿Qué tienen que hacer los penalistas en un país así?  ¿Qué efectos tiene el Código Penal en un país así?   Es probable que parodiando el dicho de un escéptico en el campo de la filosofía alguno se atreva a decir  transformando el dicho filosófico en jurídico, que el Código Penal es una cosa tal con la cual y sin la cual el país sigue tal cual.
            Y eso será muy grave especialmente para los que tienen vocación jurídica, por aquello que dijo alguien que sabía de estas cosas pero se ocupaba de otras, me refiero al Director de orquesta sinfónica Bruno Balter, que dijo una vez: “el músico que sólo sabe música es medio músico”; lo cual aplicado al campo del derecho es muy claro: “el penalista que sólo sabe derecho penal es un pobre tipo”.
Un pobre tipo en un país que está sufriendo.
            Por lo tanto habría que preguntarse qué es lo que hace al penalista.  Al penalista auténtico.  Yo creo que lo que lo hace es una ebullición discursiva que hace a su dignidad personal. 
El buen penalista primero siente, luego piensa y finalmente dice.  La inversión del orden de estas cosas nos ha llevado a algunos disparates jurídicos.  Sigo pensando que el buen penalista sufre visceralmente con su país. 
Ese sufrimiento visceral, ese desgarrado dolor por la Argentina no se reemplaza con teorías ni discursos académicos.  A menos que se quiera tener un derecho penal que entrara en un libro.  Un derecho penal refugiado en los masturbatorios placeres de las academias. 
Me parece pues que siguiendo un poco el oficio de Bruno Balter, habría que atender a ciertas armonías, no las celestiales que soñaba Pitágoras, sino las que entendió Carrara.  Porque es curioso que los derechos penales y los penalistas sean tan fácilmente afectados por la acción del tiempo.  El tiempo es un patíbulo de tratados, de manuales, de leyes; pero curiosamente no consiguió todavía desvirtuar las palabras que desde 1859 pronunció en la Universidad de Pissa aquel genial Francesco Carrara cuando tuvo la osadía, para sus contemporáneos - no para los Bruno Balter -, la osadía de decir que el delito es una disonancia armónica.  ¿Qué quería decir el bueno de Carrara con esto?  Que cuando se infringe la ley no se entra en delito.  Porque los judíos infringían la ley nazi, por ejemplo, o se publicaba un libro de Marx durante la dictadura de Onganía.
Carrara decía que para que viviera el delito necesariamente además de esa infracción en la ley debían producirse (en su lenguaje se requerían fuerzas), debían producirse dos hechos psicosociales: “que los honestos tuvieran miedo y que los criminales tuvieran esperanza de impunidad”.  En ese momento parece haberse quedado en algunas circunstancias nuestro país: hay mucho miedo de honestos y mucha esperanza de impunidad en malvados. 
El bueno de Carrara decía que en la disonancia armónica, lo que todo buen músico, especialmente si es un improvisador del jazz, lo sabe, un buen lógico, un buen matemático, que no sepa música, al escuchar una interpretación, y ver una disonancia, enseguida empieza a calcular cuál va a ser el acorde final, porque la armonía exige determinado tipo de acorde, determinado tipo de finales.   Carrara piensa que el delito es una disonancia que requiere necesariamente un tipo de final.  Y ese acorde es la pena, que no es cualquier cosa, no es ir y matar al agente, no es decapitar personas, pero tampoco es admitías, indultos, olvidos.  Habrá pena, diría Carrara, cuando se restablezca la tranquilidad de los honestos, y se disipe la esperanza de impunidad de los malvados. 
Por eso el delito es una disonancia armónica, por eso tengo que vivir en armonía, ¿y cuando falta esa armonía?  Cuando la pena no tiene un determinado carácter.  La pena no interesa que sea de muerte, de prisión, de multa, de inhabilitación, no importa que sea moderna, antigua, que se cumpla en determinado lugar o en otro.  Lo que no puede dejar de ser la pena es cierta.  Es decir, la pena tiene que ser necesariamente el acorde final de cada delito, si no, no habrá armonía social.  Carrara con su pensamiento no era partidario de las penas duras, de las penas graves pero sí de las penas en serio.  Como diría algún amigo mío, era un tipo que quería un derecho penal “de endeveras”, no un consuno de doputez en los Congresos de Criminología y de Derecho. 
Siempre me pareció que los alumnos deberían comenzar el derecho penal con una especie de disgusto visceral.  Alguna vez una alumna se me derrumbó, se derrumbó físicamente, se desmayó; cuando les exhibimos las pruebas fotográficas del proceso de Nuremberg, y estoy absolutamente seguro de que esa alumna jamás va a ser partidaria de un derecho penal totalitario.  No era necesario explicar con palabras lo que con imágenes era elocuente. 
Yo creo que hay visto un derecho penal demasiado intelectualizado, poco comprometido con los sentimientos, y yo abogo porque los penalistas de esta ciudad no traten de hacer como algunos otros penalistas que se parecen a los matemáticos cuando piensan triángulos, porque el triángulo es isósceles en la Rusia de los zares, en las purgas estalinistas y en la Perestroika.
El triángulo no lo se.  Pero los conceptos jurídicos son muy distintos.  Hay que tener en cuenta, como decía Soler, que una cosa son las teorías y otra los hombres que terminan en el paredón.  Por efecto de estas teorías el derecho penal argentino requiere, y creo que estamos en camino por lo menos en esta ciudad, una vitalización visceral para recomponer ese curso de la dignidad humana que es primero sentir, luego pensar y finalmente actuar en hechos o en palabras
Decíamos a veces a los estudiantes cuando nos pedían bibliografía que leyeran Antífona.  Cuando se mostraban un poco extrañados tratábamos de señalarle que el penalista es aquel proyecto de jurista que sufriendo la condena de Bruno Balter será mucho menos que medio penalista si sólo sabe el Código Penal
El Código Penal, como lo saben bien los profesores, es un catálogo discontinuo de ilicitudes.  Y en esas descripciones aparecen palabras.  Los abogados tenemos la costumbre de vivir en las palabras.  Algunas de esas palabras se agotan claramente en el contexto de lo jurídico, pero otras se van por los arrabales del derecho vaya a saber dónde.  Y allí uno se halla de repente con palabras como alteración morbosa de las facultades, ¿qué jurista podrá explicar esto? o mujer honesta, ¿qué jurista podrá explicar esto? 
Sólo una gran vitalidad de conocimientos en las demás ramas del derecho (como decía Bielsa: “para saber derecho administrativo joven, empiece a dominar el derecho civil”).  El maestro sabía por qué.  Porque si se domina el derecho civil va a ser muy difícil hacer negociados en derecho administrativo. 
El penalista entonces tendrá que conocer otras ramas del derecho, que tendrá que descubrir en qué disciplina se sabrá esto de alteración morbosa, que tendrá que incurrir en algunos intentos de psicopatología, o de sociología.  Además tendrá que leer Antígona y más tantas otras obras iguales.  Cuando los alumnos se extrañaban por estas lecturas yo les hacía una pregunta: “¿Quién es el autor de Antígona?  Por supuesto era una pregunta tramposa, porque Antígona es el personaje literario escrito por más cantidad de escritores.  Antígona es el sueño de todos los escritores, cada uno tiene su propio Antígona.  Leopoldo Marechal tiene su Antigona: “Antígona Vélez”;  Jean Anouilh hizo tal vez la más brillante de las Antígonas modernas.  Bueno cualquiera de esas Antígonas es la tragedia de una persona decente que pierde su vida por respeto al derecho.  
Comiencen por ahí antes de ser abogados.  Y sobre todo sientan visceralmente mucha vergüenza y mucho dolor no sólo cuando en su país se apliquen penas o castigos injustos sino también cuando haya impunidad. 
Yo agradezco tremendamente a quienes proyectaron este libro, a quienes lo llevaron a la práctica, a quienes lo escribieron, a quienes tuvieron que azuzar seguramente a los remisos y calmar a los impacientes como ocurre en todas la obras colectivas.  Sé que más allá de su valor intelectual es una increíble demostración de afecto, no a mi persona, sino al Derecho Penal, que es lo que más cuenta. 
Me siento muy complacido de regresar a esta ciudad que ha sido tan grata conmigo, que me ha hecho olvidar las indignidades de mi ciudad nativa.  Y reencontrar ocupando cátedras a dos jovencitos a los que tuve la suerte de otorgar el premio “La Ley” al mejor promedio, a Ernesto Domenech y Ramiro Pérez Duhalde hace muchos años.  Me da la impresión de que no nos equivocamos.   Muchas gracias.



DISCURSO DEL DR. GUILLERMO OUVIÑA EN OCASIÓN DE LA PRESENTACION DE SU LIBRO HOMENAJE.  30 DE AGOSTO DE 2010.   AULA MAGNA.   FACULTAD DE CIENCIAS JURIDICAS Y SOCIALES.   UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA.



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