"Un Código Penal para una República Posible"
Guillermo Ouviña
Primera parte
Hace setenta y cinco años
comenzó a regir el Código Penal sancionado en 1921. Si se recuerdan los
rechazos que la intelectualidad argentina le prodigó, las enmiendas que le
hicieron los mismos legisladores que poco tiempo antes lo habían sancionado,
los proyectos que intentaron completarlo, modificarlo y aun, sustituirlo, su
prolongada vigencia podría causar nuestro admirado asombro. Dos aclaraciones
nos evitarán juicio tan equivocado.
La primera, porque según una sabia máxima expuesta por
Portalis –jurista que mucho sabía del oficio de hacer códigos- “...la
experiencia prueba que los hombres cambian más fácilmente de dominación que de
leyes...”. Lo dicho vale para nosotros, pues en buena parte de estos setenta y cinco
años los argentinos comprobamos cómo se desmoronaba el sistema republicano de
gobierno y, naturalmente, cómo se desconocían y avasallaban las garantías
constitucionales. Y no ocurrió en una sola oportunidad, sino en varias, y en
ellas comprendimos dolorosamente la precoz advertencia de Mariano Moreno,
acerca del peligroso destino de los pueblos que cambian de tiranos, pero no de
tiranía. Y tales tropelías políticas se hicieron sin derogar la Constitución
Nacional, ni el Código Penal, aunque la primera fue violada, y el segundo
desfigurado. Es cierto, pues, que cambiamos más fácilmente de dominadores que
de leyes, con la salvedad que encierra la restante aclaración.
El
mismo Portalis, en el Discurso preliminar al Proyecto de Código Civil Francés,
señala que “...los códigos de los pueblos se hacen con el tiempo, mejor dicho
no se acaban de hacerse jamás...”. Lo que en buen romance significa que nuestro
Código Penal es una obra abierta, esto es, un sistema normativo que
continuadamente se está haciendo desde 1922.
En
suma, los pueblos cambian más fácilmente de gobiernos que de leyes, y éstas no
están definitivamente hechas, sino que se van haciendo a través del tiempo. Es
destino común a todos los Códigos que desde su sanción están ya maduros para
ser reformados o derogados, y expuestos al riesgo de su equivocada
interpretación.
El
misticismo legalista, imperante en los albores de la codificación europea,
atribuyó a los Códigos una perfección original, sin vínculos culturales con el
pasado, ni aperturas hacia el futuro, pues creyendo que la razón era un
instrumento idóneo para conocer las verdades universales y eternas, se confió
en que podía por sí sola tener al suficiente y anticipada previsión de los
problemas humanos, para los cuales también tendría la adecuada solución
jurídica.
Tal
concepción estimó que los Códigos estaban definitivamente terminados desde su
creación, y eran tan razonables sus disposiciones que no podían dejar de ser
fácilmente comprensibles. Por lo tanto, la interpretación no sólo apareció como
una tarea útil sino conspirativa, ya que la autoridad sospechó que so pretexto
de querer descubrir el sentido de lo legislado, en verdad lo que se quería era
desconocerlo.
La
interpretación apareció, entonces, como un acto intelectual de usurpación de la
autoridad. La conocida expresión atribuida a Napoleón traduce no sólo la
sorpresa del Emperador, sino el temor de una subversión forense. Similar
sentimiento debe haber animado a la autoridad política que expresamente
prohibió comentar o dar lecciones al Código Penal de Baviera de 1813.
Hoy ya
no compartimos tal optimismo racionalista, verdadera ingenuidad política, pues
sabemos que los Códigos no sólo se complementan, reforman y derogan, sino que
continuamente se interpretan. Al igual que en el tiempo de los hombres, en el
de las leyes siempre es posible distinguir el inevitable envejecer del posible
madurar.
Por lo
tanto, el real sentido de esta evocación debe ser aclarado, porque más que
homenajear el tiempo que ha transcurrido desde su sanción, lo que en verdad
deberíamos festejar son los setenta y cinco años de esta continuada tarea
colectiva que viene haciendo nuestro Código Penal. Cabe preguntarse si lo
estuvimos haciendo bien o mal, y si durante este lapso algunos no estuvieron
deshaciéndolo.
Tal
interrogación no debiera limitarse a la consideración de sus bondades o
defectos técnicos, sino que tendría que abarcar un espectro más amplio, dentro
del cual tiene suma importancia el examen de las funciones o disfunciones
políticas causadas. Al fin de cuentas,
los Códigos son productos de la interacción humana, y por lo tanto
manifestaciones de la cultura de la comunidad que resultan de la concurrencia
de una serie compleja de factores. Nacen rodeados por las no siempre
conciliables expectativas de distintos sectores de opinión y de grupos de
presión, tratan de sobrevivir entre apologías y rechazos, y deben soportar el
asedio de quienes si no los reemplazan, los mutilan o destruyen.
Además
deben integrarse con otras pautas, pues en la configuración cultural de una
sociedad conviven distintos marcos normativos para guiar la conducta de sus
miembros, cuyos eventuales comportamientos determinarán distintas formas de
respuesta social: aprobación, indiferencia o sanción. El reproche comunitario,
a su vez, puede estar institucionalizado o no, y en el primer caso, a través de
distintas ramas del ordenamiento jurídico, entre las cuales el Derecho Penal
aparece como el instrumento portador de las sanciones más severas previstas por
la comunidad, pero delegadas al estado. Si se recuerda que dentro de las
configuraciones políticas posibles, las atribuciones del Estado de Derecho son
las más acabadamente definidas, se podrá comprender que aquél sólo recurrirá en
mínima medida y en contados casos a la sanción penal, tratando de solucionar
las restantes situaciones conflictivas por otros medios de acción ajenos a tan
severo instrumento coactivo.
Por lo
tanto, el Derecho Penal de un Estado de Derecho tendrá necesariamente, como
rasgo esencial, una acotada finitud. Es más, su crecimiento desmedido no sólo
nos mostrará la alteración de sus propios límites, sino que de modo indirecto
nos alertará acerca de la peligrosa transformación del estado que lo sanciona.
Un cambio de tales características nos haría dudar de ese Estado aparentemente
democrático, pues sospecharíamos que a la manera de un caballo de Troya, nos
invade un oculto autoritarismo enmascarado en una forma aparentemente
constitucional para vencer nuestro contralor y frustrar toda posible
resistencia.
Por lo
tanto debemos hacer elogio de la vigilia, único modo de amparar la inevitable
fragilidad estructural del Estado de Derecho. Pero, no puede hacerse una
exitosa vigilancia de la República si no se
aprende a reconocer los productos culturales que afectan su
estabilidad. Es necesario adiestrarse en alguno de los oficios idóneos para tal
objetivo, entre los cuales merece nuestro particular interés el de saber
reconocer las disfunciones políticas de las legislaciones penales. Claro está
que nadie puede reconocer lo que no ha conocido antes, por lo que tal tipo de
percepción presupone recurrir a la memoria histórica para que puedan
contemplarse los datos ilustrativos del pasado, que faltan en el presente
democrático.
Por lo
tanto, y recordando la advertencia inicial, me propongo examinar si durante
estos setenta y cinco años hemos estado haciendo un Derecho Penal a la imagen
y semejanza del Estado de Derecho o de
un orden indefinidamente represivo. En suma, Nos preocupa saber si hemos
avanzado o retrocedido en el camino hacia el ideal de un Derecho Penal
republicano.
Para
poder formular tal juicio evaluativo sobre bases objetivas, es necesario contar
con una breve, pero decente, crónica penal, es decir, con un inventario de
datos que no estén contaminados por la subjetividad de las preferencias de
escuelas, partidos o militancias. Tal tipo de evocación evitará el olvido de un
pasado represivo y favorecerá el reconocimiento de las eventuales similitudes
que puedan aparecer en el futuro.
A
partir de esos datos objetivos que se exhiben como el aspecto manifiesto de un
orden jurídico, es posible conocer los valores, jerarquías axiológicas,
actitudes, prejuicios, sentimientos colectivos y tradiciones, es decir el
conjunto de todos aquellos factores reales que integrando el aspecto encubierto
de la cultura, estructuran los cimientos de un orden represivo subyacente y
oculto.
Vale la
pena recordar que este Código tuvo origen legítimo, tanto en sentido formal
como sustancial. Lo primero porque fue sancionado por el Congreso de la Nación
y promulgado por un Presidente Constitucional. Lo segundo, porque se trataba
del primer gobierno elegido por medio del sufragio obligatorio y secreto, es
decir, por la llamada “ley Sáenz Peña”, en la que triunfó el candidato opositor
Hipólito Irigoyen. Una ley electoral que se eligió desde el poder sin pensar en
la posibilidad de una derrota, sino en la razonabilidad de su procedencia eleva
a grado óptimo la democracia real de un Estado de Derecho. En esa cuna
republicana nació el Código de 1921, blasón que seguramente luce más por el
contraste con algunas reformas que luego le sucedieron.
El Código Penal fue mal visto al tiempo
de nacer, como si se tratara de un bastardo para la entonces dominante
intelectualidad universitaria que lo pretendía positivista y que viéndolo
neoclásico le negó legitimidad científica. A este generalizado desdén académico se sumó la previsible oposición de
las mentalidades autoritarias que se sintieron desamparadas porque apartándose
del Código anterior, el nuevo no adoptaba la pena de muerte, ni la presunción
del dolo, y, en cambio, admitía riesgosas formas de ejecución de las penas
restrictivas de la libertad.
En
verdad, tales críticas carecían de serio fundamento. No existe razón para que
el dolo pudiera ser judicialmente presumido, escapando a las exigencias
generales que impone la carga probatoria en el debido proceso. En cuanto al
reproche positivista, el haberse distanciado de sus principales postulados, más
allá de la concesión hecha por el codificador a la peligrosidad al tratar la
pena del delito imposible (C.P. 44 in
fine) – que justificara la conocida objeción de Núñez- ha sido uno de sus
principales méritos, como lo ha demostrado la franca retirada de tal escuela
ante las críticas demoledoras que se le dirigieron.
Y en
lo relativo a la pena capital y a la condena y libertad condicionales, es
evidente que ni la ausencia de la primera, ni la adopción de las últimas eran
motivos suficientes para descalificar un código por haber hecho una elección
que, no sólo muchos juzgamos acertada, sino que por entonces tenía y hoy sigue
teniendo la fundada aceptación de importantes sistemas extranjeros.
Por
cierto, la legitimidad de su origen no excusa sus defectos técnicos, como
tampoco la procedencia constitucional de una autoridad política autoriza a
disimular sus yerros. Pero, una vez que pasaron las actitudes prejuiciosas, sin
disimular sus vacíos legislativos, ni sus errores, la doctrina nacional dejó de
ignorarlo y comenzó a intentar por medio del método dogmático su mejor comprensión.
Es así como, desde 1940, fecha de la publicación de la parte general del
tratado de Sebastián Soler, se ha logrado por la meritoria acción de los
estudiosos de diferentes tendencias y orientaciones una doctrina penal de
notable jerarquía.
Pero,
sin sustento en la doctrina y muchas veces a pesar de la opinión de los
penalistas más destacados, el Derecho penal argentino tuvo desviaciones
autoritarias. Espero demostrar
que a través de estos setenta y cinco años tanto el derecho penal como el Estado de Derecho
marcharon no sólo por caminos, sino también por atajos paralelos y si bien no
estamos frente al Código perfecto de un país perfecto, también espero que se le
reconozca el mérito de haber podido sobrevivir en tiempos antidemocráticos como
el Código penal posible para una
República posible. Y convengamos que no es poco.
Cabe
formular aquí una reflexión que espero no se juzgue prescindible. No sabemos si
nuestra siempre incipiente República ha madurado lo suficiente para no caer en
el antiguo yerro de enfrentar las dificultades de la realidad cotidiana
recurriendo a la reforma de las leyes, pero conservando las actitudes y los
malos hábitos sociales y políticos que las hacen impracticables. Sobre este
reiterado error político ya nos llamaba la atención el filósofo Bentham con
palabras memorables.
Es
sabido que cambiar una Constitución no es una tarea muy difícil; seguramente es
más fácil que la de educar a varias generaciones en la difícil disciplina de
respetarla. Es evidente que la hoy tan requerida seguridad no nos pide la
reforma integral de todos los códigos y leyes vigentes en nuestro país, lo que
además de insensato sería estéril si no fuera precedida por un cambio de
actitudes hacia el Derecho,
tanto por parte de las autoridades como de los individuos. Aquéllas, con su
equivocada acción dificultan la vigencia del Derecho, y una de las formas más
paradojales es la continua revisión de las leyes, pues un marco inestable
dificulta o imposibilita la comprensión del significado de nuestros propios
actos.
Esa
necesaria estabilidad legal supone no sólo el acierto de saber crear normas
adecuadas y oportunas, sino el no menor mérito de resistir a la tentación de
cambiarlas, por el mero hecho de poder hacerlo. La realidad social suele dar
lecciones cuando no se respetan estas elementales razones del sentido común,
pues ni la excelencia de un proyecto, ni la autoridad científica de sus autores
asegura la procedencia del cambio, ni el éxito político de su sanción. No debe
considerarse un hecho paradojal o un sin sentido político la distinta suerte
corrida por el Código Penal y por los proyectos que pretendieron reformarlo. El
primero, elaborado por el trabajo personal del Dr. Rodolfo Moreno (h), que no
era catedrático, ni publicista, sino un hombre político, logró ser sancionado y
promulgado. En cambio, una sucesión de Proyectos redactados por destacados
profesores de Derecho penal presentados en 1937, 1941, 1951, 1953, 1960 y 1979,
que pretendían su integral sustitución – es decir, tanto de la parte general
como de la parte especial- no lograron su sanción. Un viejo dicho español dice
que las cosas tienen sus veces. Podemos agregar: los Códigos también.
A
diferencia del fracaso de los proyectos sistemáticos, un buen número de los que
sólo proponían su reforma parcial o su complementación efectivamente lograron
convertirse en leyes, y si bien algunas lo mejoraron, otras alteraron
indebidamente su sistema.
Estos
datos nos informan acerca de ciertas actitudes en el aspecto encubierto de
nuestra cultura jurídica, las que parecen traducir una cierta resistencia
parlamentaria a las sustituciones integrales del sistema y una marcada
preferencia por las reformas parciales. Tal vez por ahí apunte la correcta
asimilación de las reflexiones de Portalis, sobre todo en las postrimerías del
siglo XX, un tiempo en el que no sólo ha desaparecido el mito de las
legislaciones racionalmente perfectas, sino en el que se está cuestionando el
real beneficio de los no siempre justificados procesos codificatorios, en los
que a veces un cierto fetichismo por lo sistemático suele amancebarse con no
pocas frivolidades académicas. Acaso esta prolongada vida del Código penal no
sea necesariamente una mera y disfuncional resistencia al cambio, sino una
manifestación de los factores reales que debe contemplar la legislación, para
no convertirse luego en simples hojas escritas. También en materia de Códigos,
mejorar no siempre significa demoler. Las leyes no nacen en un vacío cultural
desvinculadas del pasado, ni
tampoco desaparecen sin arrastrar tras de sí buena parte de la doctrina que
generaron en torno a sus reglas y estructuraron en relación a su articulado. No
parece sensato despreciar los antecedentes, ni los frutos consecuentes.
Pero,
al margen de su eventual derogación, durante su vigencia deben ser estudiados
desde distintos enfoques para lograr su comprensión integral, partiendo del
nivel de lenguaje objeto hasta aproximarse a los contenidos normativos no
explicitados por el legislador.
Si
bien el Código Penal debe someterse al conocimiento científico
interdisciplinario, en ciertas ocasiones puede ser destinatario de graves
cuestionamientos. En estos casos, será sentado en el banquillo de los acusados
cuando se lo sospeche instrumento políticamente perverso al servicio del autoritarismo,
o se lo denuncie como inútil para acaparar al individuo que en una situación
límite se pregunta si no ha llegado la hora de armarse en defensa de su propia
seguridad, y de satisfacer su sentimiento de justicia por mano propia.
Estas
dos demandas las juzgo preferentes pues si el Derecho penal, por cínico o por
inútil, nada hiciera para librarnos del torturador o del bandido, no daría
respuesta a una necesidad elemental, acuciante e impostergable, que al no ser
atendida podría canalizarse por medios peligrosos para todos. La voz de los
desamparados es la que debiera escucharse preferentemente, pues el Derecho en
general y el Derecho penal en particular, no han sido creados para atender
solamente peticiones académicas. Tienen el concreto objetivo político de
intentar la protección de los bienes jurídicos, meta común con otros medios a
los que no sólo deben sumarse sino integrarse. No hay Código que pueda estar
a cubierto de tales demandas, ni
democracia que pueda subsistir mucho tiempo a la espiral vindicativa de la
lucha de todos contra todos. Pero,
tanto el uno como la otra podrán salir airosos si logran demostrar a través de
su concreta vigencia que aún el Derecho Penal y el Estado de Derecho son
posibles.
Von
Liszt decía que el Código penal era la
Carta Magna del delincuente, en el sentido de que por el
hecho de haber cometido un delito no dejaba
de ser una persona con derechos, por lo que si era tratado fuera de sus
previsiones o padecía más allá de lo estrictamente admitido como sanción penal,
el delincuente era en verdad una víctima. Se ha enfatizado a tal punto esta
idea, por cierto correcta, que en buena parte de la vigencia de nuestro Código
Penal se ha olvidado, con pocas excepciones, a la víctima, cuya consideración
ha tenido tardía incorporación a la doctrina dogmática y criminológica.
En
tal sentido, debemos aunar nuestros esfuerzos para configurar un Derecho Penal
tan equilibrado en sus objetivos y en sus medios, que realmente funcione como
la Carta Magna de todas las víctimas, es decir de todos los damnificados por el
poder criminal, sea que éste provenga de la conducta particular o del abuso de
los funcionarios. En el mundo actual ya nadie pone en duda la existencia de
criminales tremendamente poderosos, en algunos casos más que el propio Estado,
y, en otros, confundiéndose con el Estado mismo.
Segunda parte
Dice
Soler que “a un Estado siempre se le puede decir: muéstrame tus leyes penales,
porque te quiero conocer a fondo”. A través de estos setenta y cinco años, el
poder político ha tenido distintas configuraciones, y frecuentemente al
mostrarnos las normas penales que iba creando, pudimos ver que en el fondo
tenía muy malas entrañas.
No me
refiero al hecho de que las leyes penales nos revelen el fondo represivo de un
gobierno. Es sabido que frente al delito tanto las personas como los Estados
suelen tener un alto grado de intolerancia, notoriamente más grave que las
establecidas en otras ramas del Derecho. Pero, una cosa es que el Estado apele
excepcionalmente al Derecho penal como instrumento garantizador de la seguridad
individual y colectiva, y otra, muy distinta, que se convierta en el medio
defensivo ordinario del propio Poder. El orden autoritario crea adicción al
verdugo, oficial o clandestino, y hasta en el lenguaje se reiteran palabras
endurecidas como, por ejemplo, “aniquilamiento, exterminio, solución final”,
ajenas al habla de los hombres de Derecho.
Bueno
es saber que estas formas corruptoras o destructoras del Estado de Derecho no
avisan su llegada. Directamente se instalan, y a veces lo hacen
enmascaradamente para dificultar su descubrimiento. La clave del reconocimiento
de una modalidad represiva es la aceptación del poder como razón suficiente
para una decisión. Se trata de una legitimación viciada que pretende justificar
el acto elegido simplemente porque se lo puede hacer.
Por
supuesto, el poder hacer algo no tiene las mismas dificultades de comprensión
que presenta el deber de hacerlo, pues en aquél cada uno sabe inmediatamente si
podrá o no lograr un determinado objetivo o emprender una cierta acción. En
cambio, no existe tal inmediatez en el campo de los derechos, facultades,
atribuciones, obligaciones y deberes, pues entre nosotros y nuestros objetivos
debe existir la máxima que justifique su procedencia, y es sabido que el
descubrimiento de tal máxima no es tarea sencilla, ni siquiera para los
filósofos especializados en los temas de la razón práctica.
Por
eso, la sensación de saberse fuerte tiende al uso de la falacia represiva,
razonamiento lógicamente inválido que pretende inferir del hecho circunstancial
de poder hacer algo, el derecho de hacerlo. Es un caso de improcedencia lógica
por inversión del consecuente, que otorga autónoma, pero aparente,
razonabilidad a la conducta del violento. Así, un hombre pegará a su mujer o a
su hijo simplemente porque puede pegarles, el capanga azotará al mensú porque
puede azotarlo, el carcelero apremiará al detenido porque puede torturarlo.
Si
comparamos el poder que de hecho tienen esos dominadores sobre sus
circunstanciales dominados con el poder institucionalizado, percibiremos una
diferencia abismal, pues la relación política no es aleatoria sino
jurídicamente asimétrica, ya que uno de los términos –el Estado- no sólo tiene
permanente capacidad para tomar decisiones que pueden afectar al otro, sino que
puede incluso recurrir legítimamente a la fuerza para imponer tales decisiones.
(Tucídides ya lo percibió cuando dijo: “los oprimidos no legislan”).
La
disponibilidad de la violencia institucionalizada es la ultima ratio del
Estado, y por ella puede poner límites para evitar o contener una acción no
querida por el Poder. Precisamente en su origen, la palabra represión
significaba la acción destinada a poner límites, sentido que aún conserva la
palabra “represa”. Y en la terminología utilizada por el codificador es
frecuente encontrar la expresión “será reprimido” como equivalente a “será
penado”. La determinación legal de esa amenaza evidencia la noción de límite
característica del Estado de Derecho, por lo que la represión entendida en su
significado etimológico, es precisamente una de sus atribuciones legítimas.
Pero,
como decía el maestro Ángel Vasallo, una explicación que se limitara al sentido
etimológico de las palabras, incurriría en una especie de barbarie filosófica. Por
cierto, las palabras también se civilizan con el tiempo, van complicando su
sentido original, y en esta desviación semántica –no sería correcto hablar de
evolución- nos conducen con igual derecho a distintos significados. Es así como
la palabra “reprimir” ha ido perdiendo el claro sentido de legítima limitación
para convertirse prácticamente en sus antónimos “extralimitación, persecución,
exterminio”.
Con
este último significado hicimos, hace algunos años, un seminario acerca del
“orden represivo” en nuestro país, a la manera de una Semiología jurídica
destinada al reconocimiento de los síntomas del autoritarismo penal, para que
los estudiosos del Derecho se adiestraran en la oportuna y adecuada percepción
de sus apariciones precoces. El tiempo concedido a los expositores de este
panel me impide una explicitación exhaustiva, pero confío en que los datos
seleccionados resulten suficientemente ilustrativos.
Ante
todo, es necesario despojarse de cualquier categorización maniqueísta, fundada
en prejuicios, militancias partidistas, o cualquier postulación subjetiva. Sólo
debe atenderse a los datos objetivos para un análisis de la represión
autoritaria. Esto nos evitará caer en una división simplista entre grupos de
pertenencia y grupos de referencia, a la manera de los buenos y los malos,
división que en materia de política es tan poco eficaz, como efímera, porque
tanto unos como otros pueden mudarse continuamente de bando.
Lowenstein ironizaba al respecto diciendo que
el poder es demoníaco y que sólo en el hipotético e improbable caso de que los
santos lo tomaran, habría gobernantes que segura y ciertamente resistirían a la
tentación de abusar de él.
Por
lo tanto, si bien debemos esperar que durante los gobiernos de facto ocurran
desviaciones y deformaciones del Derecho Penal, no debemos descartarlas en la
actividad de los gobiernos de jure, pues en éstos también pueden
aparecer brotes represivos. Es posible que, en el caso de nuestro país, tal
posibilidad obedezca a que nuestra vida institucional no ha logrado una
suficiente madurez cívica a consecuencia de su forzada discontinuidad.
Pero,
un Derecho Penal totalitario no nace imprevistamente ex nihilo, ni
aparece en cualquier comunidad. Por el contrario, suele ir preparándose a
través de una serie de factores que moran en su cultura encubierta y crecen a
costa de la debilidad histórica de ciertas vacilaciones políticas. Se repara
que después de lograda nuestra independencia la vida cotidiana durante décadas
fue enturbiada por luchas intestinas en las que el homicidio, la tortura y el
saqueo no escasearon, y que la pena capital se ejecutaba a lanza y cuchillo, no
nos puede sorprender la fragilidad de nuestra organización política. No siempre
se ha sabido valorar en su justa dimensión que la guerra civil constituye la
más cruel y persistente forma de criminalidad, no sólo porque durante el tiempo
bélico pocos desmanes quedan sin emprenderse, sino porque sus secuelas
sobreviven a la capitulación del bando perdedor, dejando a los vencidos a
merced de los compatriotas vencedores.
Las
democracias que se asientan sobre tan comprometidos cimientos históricos
difícilmente dejen de recurrir a formas severas de dominación. Ellas tienden a
retacear, aunque sea transitoriamente, las libertades políticas, circunstancia
que no pasó desapercibida hace más de un siglo para Juan Bautista Alberdi
cuando diseñaba las bases de una república
posible. Por eso, la irrupción de las formas políticas autoritarias no
puede causar sorpresa a quien analice las vicisitudes de nuestra organización
constitucional y reconozca los signos de debilidad institucional que presentaba
la República.
Además,
de los componentes disociadores de un pasado político altamente conflictivo,
tanto el Estado de Derecho como el Derecho Penal recibieron estímulos ideológicos
nocivos.
En
cuanto al primero, las doctrinas que sustentaron las variadas formas de
totalitarismo europeo tuvieron repercusión en grupos castrenses sindicales y
políticos. Las nuevas ideas postulaban un orden asentado en la represión
fulminante y ejemplarizadora del infractor, especialmente si se trataba de un
disidente político.
Tal
concepción movilizó no sólo tentativas corporativistas sino un Derecho Penal
intimidatorio, dando nuevos impulsos a quienes postulaban la reimplantación de
la pena de muerte, para lo cual se presentaron proyectos de ley en 1927, 1929 y
1933, todos los cuales fracasaron.
Como
dije, también el Derecho Penal padeció la influencia de estímulos nocivos, por
obra de la doctrina pretendidamente científica del positivismo criminológico
italiano, que en la Argentina tuvo notable y prolongada aceptación, pues salvo
pocas excepciones, contó con la adhesión de la mayoría de los penalistas y
criminólogos.
El
giro copernicano que tal doctrina promovía al desplazar el fundamento de la
seguridad jurídica hacia el concepto de la defensa social, determinó una
disminución del valor teórico del delito, que pasó a tener sólo una importancia
sintomática, pues el epicentro del sistema debía girar sobre la peligrosidad,
especialmente sobre la peligrosidad sin delito. Todas las categorías analíticas
y teorías del Derecho Penal quedaron alteradas por este pasaje desde el campo
del hacer al de ser, desplazando la función garantizadora de la tipicidad como
previa descripción legal de lo prohibido, hacia la vaguedad conceptual de la
peligrosidad. Por fortuna, la lucidez de Soler, revelada en su primer libro
(1929), y la ironía de Madureira de Pinho, expuesta en un Congreso
internacional (1939), desnudaron la máscara pretendidamente científica del
positivismo y revelaron sus falencias e incongruencias.
Pero,
como suele ocurrir con las ideas falsas, su muerte académica no importa su
defunción política. El positivismo fracasó en sus tentativas doctrinarias, pero
involuntariamente dejó instrumentos conceptuales para la represión política.
Los totalitarismos europeos congeniaron con este sistema conceptual que no
limitaba, sino intensificaba, la falacia represiva.
En
nuestro país, inmediatamente después de la sanción del Código, Hubo tres
intentos frustrados por transformar el sistema penal al modo positivista, con
los proyectos de estado peligrosos de 1924, 1926 y 1928. Fueron batallas
perdidas para el positivismo, pero esta triple derrota no tuvo el valor de una
capitulación total. La doctrina peligrosista, en plena retirada consiguió
refugiarse en el importante dominio del derecho contravencional, donde algunos
edictos policiales aún se sustentan en la versión ontológica de la ilicitud,
como en el conocido caso del “profesional del delito que vagare por la ciudad”,
en el que claramente se pena no por lo que alguien hace, sino por quien es el
alguien que lo hace.
Todas
estas variables acosaron el estado de Derecho y al Derecho Penal democrático,
pero no determinaron su inmediata transformación, para lo cual debió contarse
con el detonante de la violencia ejercida por grupos sediciosos.
Si
bien ningún golpe de Estado nos manda el preaviso del inminente despido de
nuestras garantías constitucionales, pues simplemente se instala en el asalto
delictivo del Poder, en nuestro país aparecieron paulatinamente signos
inequívocos de una incipiente doctrina represora, a través tanto del
menosprecio manifestado hacia el sufragio universal, como de la aceptación de
una moral de los resultados, sustentada en el principio según el cual el fin
justifica los medios.
En septiembre de 1930 –cuando el Código Penal
tenía apenas ocho años de vigencia- se consumó impunemente uno de sus más
graves delitos. Ese cuartelazo que al derrocar a un gobierno constitucional
lograba interrumpir una prolongada vida institucional organizada en 1853,
inauguró una serie de golpes de Estado que fueron progresivamente deteriorando
al ordenamiento jurídico del país y, como se podrá apreciar, al sistema penal
en particular.
La
sedición no sólo no fue judicialmente condenada sino que, a través de una
incalificable actitud de la Corte Suprema de Justicia, recibió el
reconocimiento del único Poder que no había avasallado. La Corte, violando su
propia doctrina según la cual los jueces no deben formular apreciaciones de
carácter abstracto, esto es, fuera de un concreto caso jurisdiccional, dictó la
insensata Acordada del 10 de septiembre de 1930. Por ésta, sostuvo que ante un
gobierno de facto cuyo título no podía ser judicialmente discutido pues ejercitaba
la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como
resorte del orden y de seguridad social, y por razones de necesidad, resolvió
convalidar la legitimidad de la futuras designaciones de funcionarios y la de
los actos que éstos realizaran. Además, sostuvo con increíble ingenuidad que si
después de normalizada la situación el Gobierno desconocía las garantías
constitucionales, el Poder Judicial se encargaría de restablecerlas y de hacer
cumplir la Constitución Nacional.
Esta
claudicación del más alto tribunal del país comprometió seriamente no sólo los
derechos de las personas contemporáneas al golpe, sino al futuro institucional
de la República. A partir de entonces, sucesivas complacencias del mismo
tribunal, aunque con distinta composición, fueron progresivamente conmoviendo
los cimientos del Derecho Penal y las garantías del debido proceso. Fue así
como el principio de legalidad terminó acosado por una serie de
interpretaciones complacientes que convirtieron en una fórmula espuria a la
garantía de no haber pena, ni delito sin ley previa, al sustituir la ley del
Congreso por cualquier otra norma, es decir, decreto, decreto ley, bando,
resolución, ordenanza, edicto. Hasta se cometió la picardía de llamar “ley” al
decreto, como si de esa forma se pudiera salvar la clara objeción de los arts.
18 y 67 inc. 11 de la C.N.
Es
posible que para algunos
éstas sean formalidades intrascendentes. Enrique Galli solía decir que detrás
de una formalidad jurídica siempre hay una libertad en peligro. Esto viene a
cuento para aclarar que al prostituido sentido del “nullum crimen... “
siguieron otras alteraciones patológicas del sistema: afiliaciones obligatorias
para acceder a un cargo público, contribuciones forzosas, detenciones
clandestinas, represión penal por pronunciar o escribir palabras prohibidas,
clausura de periódicos, cesantías de jueces y profesores universitarios,
movilización de huelguistas, consejos de guerra, leyes marciales, fusilamiento
de civiles y militares, grupos de choque y escuadrones de la muerte, torturas y
desaparición de personas, incluso de niños. Todo eso ocurrió en nuestro país,
pero cabe acotar que el Código Penal permaneció al margen de tales desmanes
jurídicos. No es poco mérito para que hoy sea honrado.
De acuerdo
a lo anunciado, examinaré algunos textos legales que sancionados por distintos
gobiernos fueron configurando una progresiva alteración del Derecho Penal
republicano. Comenzaré por analizar tres leyes que, no obstante haber sido
sancionadas por el Congreso de la Nación y promulgadas por el respectivo
Presidente constitucional, son incompatibles con la noción de Estado de Derecho
que estructura nuestra Constitución.
La primera fue la ley 4144 sancionada en 1903 como
respuesta del gobierno constitucional a los problemas que presentaban los
crecientes conflictos laborales, al temor que suscitaba por una parte su
organización sindical y, por otra, la
creciente actividad de los anarquistas. En virtud de dicha ley el Poder
Ejecutivo podía expulsar inmediatamente del país a cualquier extranjero que
considerara peligroso, hubiera cometido o no cometido delito, sin ningún tipo
de proceso en el que se demostrara la procedencia de tal calificación, ni de
ningún trámite que permitiera efectuar descargos o defensas. Esta ley fue
acompañada por la creación de la luego famosa Sección Especial de la Policía,
en la que se delegaría el trámite individualizador de los peligrosos. Este
afincamiento represor de la doctrina positivista en el Poder de Policía hizo
decir a Terán que una de las características del positivismo latinoamericano
residía en su asombrosa capacidad para hablar desde la institución. En verdad,
este hecho debiera convencernos acerca de la necesaria evaluación crítica de
las ideas penales, para evitar que después de su ingenua aceptación en la
cátedra terminemos padeciéndolas en el discurso represor. Esta ley, claramente
violatoria del art. 20 de la Constitución, debida a la iniciativa de Miguel
Cané, y reiteradamente condenada por el pensamiento político opositor, fue
conservada por los sucesivos gobiernos constitucionales a lo largo de cincuenta
y seis años. Demasiado tiempo para estimar que se trataba de una equivocada
decisión tomada en un momento de confusión política. Nos parece un claro
exponente de un orden penal represivo incompatible con el Estado de Derecho,
toda vez que lo decisivo para su aplicación era sospechar por parte de la
autoridad policial y ser extranjero por parte del sospechado. El etnocentrismo
patológico que fundamenta esta fobia política marginó del amparo constitucional
al que no era argentino, y despojó a los jueces del monopolio jurisdiccional
previsto en la Constitución.
Un segundo caso es la ley 12.830 que reprimía el
delito de agiotaje o, como se acostumbró a decir el agio. Sumaba a los
conocidos riesgos de toda ley penal en blanco, una complementación normativa
tan peculiar que difícilmente pueda existir un sistema parecido en el Derecho
comparado. Se trataba de una ley de emergencia, prorrogada año tras año, que
penaba el acaparamiento y el lucro indebido en la comercialización de los
artículos de primera necesidad, para lo cual tuvo que delegar en normas
posteriores tanto para la determinación de tales bienes, como la de sus
correspondientes precios máximos. Esta ley en blanco fue sucesivamente
integrada por otras leyes, decretos, decretos leyes y resoluciones
ministeriales en una cantidad tal que difícilmente se podía determinar el
contenido concreto del tipo delictivo, grave defecto al que se sumaba una
excesiva batería de penas. En efecto, el hecho de vender un producto por encima
de su precio máximo exponía al comerciante a padecer prisión hasta seis años,
multa hasta un millón de pesos, expulsión del país si se trataba de un
extranjero, pérdida de la personería jurídica si se trataba de un ente
artificial de derecho y clausura de los respectivos locales.
Como tercer y último ejemplo podemos citar la ley
13.569 (B. O. Del 25 de octubre de 1949), que por su art. 4 agregó a la figura
de desacato prevista en el art. 244 el siguiente texto: “...Cuando se utilice
la imprenta para cometer desacato cuyo juzgamiento competa a la justicia
federal o a la de cualquier fuero de la Capital o los territorios nacionales,
será personalmente responsable el director del periódico en que apareciera la
publicación o quien la editare, a menos que, indicado el autor por el imputado
hasta tres días después de la fecha fijada para recibir la declaración
indagatoria, aquél comparezca al juicio dentro de los cinco días posteriores y
se declare autor de la publicación incriminada. Esta excepción no rige en el
caso de que la ofensa haya sido proferida por otro anteriormente y se
reproduzca en un impreso. El director o editor no será exonerado de
responsabilidad si el que se presentare como autor no poseyere,
manifiestamente, aptitud para haber ejecutado el hecho, estuviere procesado o
sufriendo pena privativa de libertad, se hallare ausente, desertare del juicio
o fuere incapaz. A los efectos de lo dispuesto precedentemente, los directores
de publicaciones periodísticas comunicarán por telegrama colacionado al
Registro de la Propiedad Intelectual su nombre y domicilio ante de que comience
a editarse el periódico o de que se hagan cargo de sus funciones si las
recibieren de un antecesor. Se aplicará multa de dos mil a cinco mil pesos a
quien incurriere en falsedad al formular la declaración. Los que la omitieren,
serán reprimidos con pena de la misma naturaleza, que consistirá en una
cantidad fija de dos mil pesos, además de cien pesos diarios mientras permanezca
incumplida la obligación”. Como se podrá preciar esta ley dio relevante función
represiva al desacato cometido por el periodismo, convirtiéndolo en un
instrumento para la persecución de la prensa libre.
La evocación de estas tres leyes, no vigentes en la
actualidad, permite a título de muestreo, suficientemente representativo,
comprobar que a pesar del origen constitucional de los gobiernos que las
sancionaron y promulgaron, sus disposiciones eran claramente incompatibles con
el sistema penal de un Estado de Derecho.
Tercera parte
El cuartelazo de 1930 es el resultado de muchos
factores políticos, sociales y económicos, tanto en el orden nacional como
internacional. También incidieron el desequilibrio entre los yerros y aciertos
de los gobernantes, y el enceguecido oportunismo de algunos opositores. Pero,
estos ingredientes no son por sí mismos sediciosamente operativos, pues todavía
les falta el detonante circunstancial que ponga en marcha la llamada falacia
del poder, por la cual si alguien tiene fuerza suficiente para apoderase del
gobierno, debe hacerlo, y si en la defensa de tal fuerza, se puede hacer al
adversario lo que se quiera, será necesario hacerlo.
Puestos en la tarea de instalar un concreto orden
represivo, los sucesivos gobiernos de facto
debieron dictar normas penales porque el Código Penal no era idóneo para
tales fines.
Como primer ejemplo de este orden represivo podemos
considerar el peculiar regreso de la pena de muerte a la legislación ordinaria,
de la que había salido precisamente por obra de este Código. En verdad, lo que
llama la atención no es la pena en sí misma, sino el modo en que fue
institucionalizada y los alcances que se le concedieron. La pena de muerte, que
en mi opinión merece muy serias objeciones, no está prohibida, sino limitada
por nuestra Constitución Nacional, y dentro de tales restricciones el Congreso
de la Nación la incorporó en varias oportunidades a la legislación común de
nuestro país: Código de 1887, leyes 49 (en 1863), 4189 (en 1903), 7029 (en
1910), 13.234 (en 1948) y 13.985 (en 1950). Y aunque llame la atención también
estuvo vigente entre 1877 y 1881, por obra de Legislaturas provinciales de
Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, San Luis, Catamarca, Salta y
Tucumán, que ante la inoperancia del Congreso Nacional adoptaron el Proyecto
Tejedor que la tenía prevista. Y también rigió a través de ese mismo Proyecto
en la ciudad de Buenos Aires, después de su federalización en 1880, por la ley
1144.
Pero en tales ocasiones la pena de muerte era una
elección posible dentro de las alternativas ofrecidas por la política criminal,
pero no importaba una distorsión del sistema constitucional del Estado de
Derecho. Veamos, ahora, cómo regresa a través de los poderes sediciosos, esto
es cómo se implanta la pena capital en la Argentina, sin Parlamento
representativo que la debata y sancione, ni presidente electo que la promulgue.
Comenzaré por la llamada ley 18.701, publicada en
el B. O. El 3 de junio de 1970:
Entre otros casos, castigaba con pena de muerte a
quien atentare con armas contra un buque, aeronave, cuartel o establecimiento
militar o de fuerza de seguridad, o sus puestos de guardia, o su personal. Como
podrá apreciarse el hecho no requería resultado, pues aunque no se causare la
muerte o lesiones, ni daños sobre las cosas, era igualmente merecedor de la
pena de muerte. Además equiparaba de modo sorprendente el ataque contra bienes
con el previsto al final sobre las personas. Es evidente que un sistema penal
que ha puesto el límite de 25 años de reclusión o prisión para el homicidio del
propio hermano, no puede integrarse con tamaña forma de castigar un delito de
peligro.
Más adelante, la misma norma factuosa reprime con pena de muerte a los que
ilegalmente usaren insignias, distintivos o uniformes correspondientes a las
fuerzas armadas o de seguridad, cuando se usaren para preparar, facilitar,
consumar u ocultar cualquier delito que tuviere prevista una pena máxima
superior a ocho años de reclusión o prisión, o para asegurar sus resultados o
procurar la impunidad para sí o para otro. Es notorio que la gula represiva y
la mala técnica legislativa iban de la mano, pues para lograr una remisión
abarcadora, el ignoto legislador no se molestó en enumerar delitos, sino que
los nombró indirectamente con una referencia a su penalidad. Así, de este
engendro jurídico pueden resultar consecuencias penales francamente absurdas.
En tanto un violador sin uniforme que consuma tal delito sería punible por
nuestro C. P. con reclusión o
prisión de 6 a 15 años, la norma de gobierno de facto ordenaba fusilar al que
se pusiera el uniforme para cometer una violación, aunque ni siquiera hubiere
llegado al grado de tentativa. En esta hipótesis nuestro C. P. sólo le reprocharía haber
cometido el delito penado con multa en el art. 147. He aquí un claro ejemplo de
la tragicomedia jurídica de los represores que se ponen a reformar lo que no
conocen.
El mismo estilo se revela cuando la norma, que
había previsto el fusilamiento del secuestrador si la víctima moría o sufría
lesiones gravísimas, establecía la retroactividad de la pena capital aunque los
secuestros hubieran comenzado antes de su entrada en vigencia (arts. 1 y 6), en
franca violación del art. 18 de la C. N. Y del art. 2 del C. P.
Por otra parte, el art. 5 mezclaba un no bien
asimilado concepto del delito de encubrimiento y un muy bien entendido
postulado inquisitorial de la delación obligatoria. En efecto, se penaba con
reclusión o prisión de 5 a 25 años, entre otras conductas, el no haber
denunciado de inmediato a la autoridad competente uno de los delitos
comprendidos en la presente ley. Es tal el sentido represivo que no se
distingue entre los que tienen, por su función, el deber de dar la noticia de
cualquier delito, y el resto
de la población, destinataria de una pena con un máximo similar a la prevista
para la traición a la patria o para el homicidio.
Dos acotaciones para terminar con esta norma: a) la
prisa y la falta de oficio le hacen a este legislador factuoso establecer
imperativamente que la pena de muerte deberá cumplirse dentro de las 48 horas
de encontrarse firme la condena. La sustitución del término legal “días” por
“horas”, parece haberle impresionado como plazo dotado de mayor rapidez, sin
perjuicio de reconocer que la inesperada expresión “dentro” podía haberle
causado más de un disgusto jurídico si, por cualquier motivo, hubiera
transcurrido el término sin haber podido ejecutar la pena; b) Todavía hay más:
la ley, por expresa disposición del art. 12, alteraba el sistema general de
nuestro ordenamiento jurídico pues comenzaba a regir antes de su publicación. Y
estamos hablando de la pena de muerte....
Un segundo ejemplo lo muestra la llamada ley 21.264
que implantaba la pena de muerte a partir de las trece horas del 24 de marzo de
1976, es decir dos días antes de su publicación en el Boletín Oficial (26 de
marzo de 1976)
Entre las infracciones susceptibles de tal pena se
incluían dos modalidades de peligro: el atentado a los medios de transporte
(art. 2), y el envenenamiento de aguas (art. 3), los que determinarían el
fusilamiento de los infractores aunque no hubieren resultado muerte o lesiones.
Como se podrá apreciar tal tipo de penalidad distorsiona el sistema previsto
para tales conductas en el Código Penal (conf. Art. 193: un mes a un año de
prisión; y art. 200: reclusión o prisión de tres a diez años).
A su vez por el art. 5, se establecía que el
personal de las fuerzas de seguridad y policiales debían hacer uso de las armas
en caso de que la persona incursa en tales delitos fuera sorprendida in
fraganti y no se entregase. No se distingue entre las distintas conductas
posibles del sorprendido (v. gr. resistir,
fugar u ocultarse), de modo tal que en cualquiera de tales casos debía usarse
las armas.
Si causa estupor que un procesado pudiera ser
condenado a la pena capital por haber tirado una piedra al paso de un tren, qué
decir de esta previsión del art. 5 por la que, fuera del debido proceso, el
personal de vigilancia tenía atribuciones tan extremas que parecen conformar la
legitimación de los fusilamientos al paso.
También se había previsto la equiparación de la
pena del encubridor con la del partícipe, alterando los fundamentos mismos del
encubrimiento, delito autónomo cuya autoría es incompatible con la condición de
cómplice del delito encubierto. Pero, tal desatino científico nos revela, una
vez más, que el propósito del gobernante es poder aplicar mayores penas. A
mayor gravedad del delito encubierto, el encubridor tendrá mayor pena. Incluso
la de muerte.
Estas normas descubren una argumentación
encubierta: la equivocada creencia de que aumentando las penas se mejoran las
leyes. Esto no sólo es un palmario error, sino un retroceso intelectual, si se
recuerda que precisamente en la “Exposición de motivos” del Proyecto de 1917,
base de nuestro Código, refiriéndose a similar yerro cometido con anterioridad,
ya se nos advertía: el criterio que había predominado al redactar las
modificaciones de la parte especial fue el de aumentar las penas, creyéndose
con pensamiento simplista, que el crimen se atenúa por la mayor severidad en el
régimen represivo. Si ese factor tuviera el valor que se pensó cuando la ley
4189 fue promulgada, el problema de la criminalidad sería muy sencillo, pues
bastaría volver a las leyes de Dracón o a las más semejantes, para tenerlo
resuelto (p. 13).
No siempre el orden represivo es detectable con
tanta facilidad –v. gr. Decreto 9390/63- pues puede aparecer en contextos que
aislados no nos advierten acerca de su operatividad, por lo que ninguna norma
debe ser analizada en un vacío legal.
Conclusiones
El ordenamiento jurídico no es un conjunto infinito de
normas, por lo cual el universo de discurso del Poder Político necesariamente
se encuentra sujeto a límites. Su definición más precisa y acotada se da en el
Derecho Penal de un Estado de Derecho, pues a las limitaciones constitucionales
de éste, se suman los fundamentos esenciales de aquél: legalidad, reserva,
tipicidad, culpabilidad, mínima suficiencia. Soler ejemplificaba esta necesaria
limitación del Derecho diciendo que orden jurídico tiene dos topes: hacia
arriba, porque nada está por encima de la Constitución; hacia abajo, porque
todo conflicto termina con la cosa juzgada.
Tales garantías no son gratuitas, sino que tiene un alto
precio, pues toda protección presupone la intervención armónica de la ley y del
juez, por lo que el Estado de Derecho será inevitablemente lento para lograr
una adaptación adecuada e inmediata a la cambiante realidad. Tal merma a la
satisfacción inmediata es un costo que los devotos de la inmediatez y de la
eficacia no están siempre dispuestos a soportar, y su insatisfacción pone en
movimiento operadores teóricos y propuestas políticas que instrumentan la
rapidez y la eficacia.
En medio de las primeras, encontraremos las muy variadas
formas de superar los tiempos lentos y los errores judiciales. Pero, ni la
tentadora analogía, seguramente mucho más dúctil que el nullum crimen,
ni la no menos seductora revisión de las decisiones judiciales por motivos de
Justicia, se compadecen con el amparo y protección de los derechos personales,
y por tanto con la seguridad individual y colectiva.
Entre las propuestas políticas, nuevos y distintos
nombres evitarán llamarla dictadura, y retóricas proclamas y ambiguos estatutos
tratarán de disimular la configuración de un poder ilimitado, independiente del
sufragio universal y de cualquier posible restricción normativa a sus
atribuciones. Sin duda, el tiempo de las dictaduras no es lento, pues llegado
el caso pueden prescindir tanto de la ley como del juez, y aun de toda forma
institucionalmente controlable.
La Historia puede ofrecernos cierta uniformidad de datos
acerca de cuál ha sido el costo real que distintas sociedades han debido
afrontar para evitar las disfuncionalidades del Estado de Derecho. Cada uno de
nosotros tendrá que saber elegir entre ambos precios, pero se me antoja que al
tiempo de pagar, la opción por las dictaduras podrá vaciarnos los bolsillos del
alma.
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