sábado, 8 de septiembre de 2012

Un Código Penal para una República Posible


                                                     

"Un Código Penal para una República Posible"

Guillermo Ouviña


Primera parte

Hace setenta y cinco años comenzó a regir el Código Penal sancionado en 1921. Si se recuerdan los rechazos que la intelectualidad argentina le prodigó, las enmiendas que le hicieron los mismos legisladores que poco tiempo antes lo habían sancionado, los proyectos que intentaron completarlo, modificarlo y aun, sustituirlo, su prolongada vigencia podría causar nuestro admirado asombro. Dos aclaraciones nos evitarán juicio tan equivocado.
La primera, porque según una sabia máxima expuesta por Portalis –jurista que mucho sabía del oficio de hacer códigos- “...la experiencia prueba que los hombres cambian más fácilmente de dominación que de leyes...”. Lo dicho vale para nosotros, pues en buena parte de estos setenta y cinco años los argentinos comprobamos cómo se desmoronaba el sistema republicano de gobierno y, naturalmente, cómo se desconocían y avasallaban las garantías constitucionales. Y no ocurrió en una sola oportunidad, sino en varias, y en ellas comprendimos dolorosamente la precoz advertencia de Mariano Moreno, acerca del peligroso destino de los pueblos que cambian de tiranos, pero no de tiranía. Y tales tropelías políticas se hicieron sin derogar la Constitución Nacional, ni el Código Penal, aunque la primera fue violada, y el segundo desfigurado. Es cierto, pues, que cambiamos más fácilmente de dominadores que de leyes, con la salvedad que encierra la restante aclaración.
El mismo Portalis, en el Discurso preliminar al Proyecto de Código Civil Francés, señala que “...los códigos de los pueblos se hacen con el tiempo, mejor dicho no se acaban de hacerse jamás...”. Lo que en buen romance significa que nuestro Código Penal es una obra abierta, esto es, un sistema normativo que continuadamente se está haciendo desde 1922.
En suma, los pueblos cambian más fácilmente de gobiernos que de leyes, y éstas no están definitivamente hechas, sino que se van haciendo a través del tiempo. Es destino común a todos los Códigos que desde su sanción están ya maduros para ser reformados o derogados, y expuestos al riesgo de su equivocada interpretación.
El misticismo legalista, imperante en los albores de la codificación europea, atribuyó a los Códigos una perfección original, sin vínculos culturales con el pasado, ni aperturas hacia el futuro, pues creyendo que la razón era un instrumento idóneo para conocer las verdades universales y eternas, se confió en que podía por sí sola tener al suficiente y anticipada previsión de los problemas humanos, para los cuales también tendría la adecuada solución jurídica.
Tal concepción estimó que los Códigos estaban definitivamente terminados desde su creación, y eran tan razonables sus disposiciones que no podían dejar de ser fácilmente comprensibles. Por lo tanto, la interpretación no sólo apareció como una tarea útil sino conspirativa, ya que la autoridad sospechó que so pretexto de querer descubrir el sentido de lo legislado, en verdad lo que se quería era desconocerlo.
La interpretación apareció, entonces, como un acto intelectual de usurpación de la autoridad. La conocida expresión atribuida a Napoleón traduce no sólo la sorpresa del Emperador, sino el temor de una subversión forense. Similar sentimiento debe haber animado a la autoridad política que expresamente prohibió comentar o dar lecciones al Código Penal de Baviera de 1813.
Hoy ya no compartimos tal optimismo racionalista, verdadera ingenuidad política, pues sabemos que los Códigos no sólo se complementan, reforman y derogan, sino que continuamente se interpretan. Al igual que en el tiempo de los hombres, en el de las leyes siempre es posible distinguir el inevitable envejecer del posible madurar.
Por lo tanto, el real sentido de esta evocación debe ser aclarado, porque más que homenajear el tiempo que ha transcurrido desde su sanción, lo que en verdad deberíamos festejar son los setenta y cinco años de esta continuada tarea colectiva que viene haciendo nuestro Código Penal. Cabe preguntarse si lo estuvimos haciendo bien o mal, y si durante este lapso algunos no estuvieron deshaciéndolo.
Tal interrogación no debiera limitarse a la consideración de sus bondades o defectos técnicos, sino que tendría que abarcar un espectro más amplio, dentro del cual tiene suma importancia el examen de las funciones o disfunciones políticas causadas. Al fin de cuentas,  los Códigos son productos de la interacción humana, y por lo tanto manifestaciones de la cultura de la comunidad que resultan de la concurrencia de una serie compleja de factores. Nacen rodeados por las no siempre conciliables expectativas de distintos sectores de opinión y de grupos de presión, tratan de sobrevivir entre apologías y rechazos, y deben soportar el asedio de quienes si no los reemplazan, los mutilan o destruyen.
Además deben integrarse con otras pautas, pues en la configuración cultural de una sociedad conviven distintos marcos normativos para guiar la conducta de sus miembros, cuyos eventuales comportamientos determinarán distintas formas de respuesta social: aprobación, indiferencia o sanción. El reproche comunitario, a su vez, puede estar institucionalizado o no, y en el primer caso, a través de distintas ramas del ordenamiento jurídico, entre las cuales el Derecho Penal aparece como el instrumento portador de las sanciones más severas previstas por la comunidad, pero delegadas al estado. Si se recuerda que dentro de las configuraciones políticas posibles, las atribuciones del Estado de Derecho son las más acabadamente definidas, se podrá comprender que aquél sólo recurrirá en mínima medida y en contados casos a la sanción penal, tratando de solucionar las restantes situaciones conflictivas por otros medios de acción ajenos a tan severo instrumento coactivo.
Por lo tanto, el Derecho Penal de un Estado de Derecho tendrá necesariamente, como rasgo esencial, una acotada finitud. Es más, su crecimiento desmedido no sólo nos mostrará la alteración de sus propios límites, sino que de modo indirecto nos alertará acerca de la peligrosa transformación del estado que lo sanciona. Un cambio de tales características nos haría dudar de ese Estado aparentemente democrático, pues sospecharíamos que a la manera de un caballo de Troya, nos invade un oculto autoritarismo enmascarado en una forma aparentemente constitucional para vencer nuestro contralor y frustrar toda posible resistencia.
Por lo tanto debemos hacer elogio de la vigilia, único modo de amparar la inevitable fragilidad estructural del Estado de Derecho. Pero, no puede hacerse una exitosa vigilancia de la República si no se aprende a reconocer los productos culturales que afectan su estabilidad. Es necesario adiestrarse en alguno de los oficios idóneos para tal objetivo, entre los cuales merece nuestro particular interés el de saber reconocer las disfunciones políticas de las legislaciones penales. Claro está que nadie puede reconocer lo que no ha conocido antes, por lo que tal tipo de percepción presupone recurrir a la memoria histórica para que puedan contemplarse los datos ilustrativos del pasado, que faltan en el presente democrático.
Por lo tanto, y recordando la advertencia inicial, me propongo examinar si durante estos setenta y cinco años hemos estado haciendo un Derecho Penal a la imagen y  semejanza del Estado de Derecho o de un orden indefinidamente represivo. En suma, Nos preocupa saber si hemos avanzado o retrocedido en el camino hacia el ideal de un Derecho Penal republicano.
Para poder formular tal juicio evaluativo sobre bases objetivas, es necesario contar con una breve, pero decente, crónica penal, es decir, con un inventario de datos que no estén contaminados por la subjetividad de las preferencias de escuelas, partidos o militancias. Tal tipo de evocación evitará el olvido de un pasado represivo y favorecerá el reconocimiento de las eventuales similitudes que puedan aparecer en el futuro.
A partir de esos datos objetivos que se exhiben como el aspecto manifiesto de un orden jurídico, es posible conocer los valores, jerarquías axiológicas, actitudes, prejuicios, sentimientos colectivos y tradiciones, es decir el conjunto de todos aquellos factores reales que integrando el aspecto encubierto de la cultura, estructuran los cimientos de un orden represivo subyacente y oculto.
Vale la pena recordar que este Código tuvo origen legítimo, tanto en sentido formal como sustancial. Lo primero porque fue sancionado por el Congreso de la Nación y promulgado por un Presidente Constitucional. Lo segundo, porque se trataba del primer gobierno elegido por medio del sufragio obligatorio y secreto, es decir, por la llamada “ley Sáenz Peña”, en la que triunfó el candidato opositor Hipólito Irigoyen. Una ley electoral que se eligió desde el poder sin pensar en la posibilidad de una derrota, sino en la razonabilidad de su procedencia eleva a grado óptimo la democracia real de un Estado de Derecho. En esa cuna republicana nació el Código de 1921, blasón que seguramente luce más por el contraste con algunas reformas que luego le sucedieron.
El Código Penal fue mal visto al tiempo de nacer, como si se tratara de un bastardo para la entonces dominante intelectualidad universitaria que lo pretendía positivista y que viéndolo neoclásico le negó legitimidad científica. A este generalizado desdén académico se sumó la previsible oposición de las mentalidades autoritarias que se sintieron desamparadas porque apartándose del Código anterior, el nuevo no adoptaba la pena de muerte, ni la presunción del dolo, y, en cambio, admitía riesgosas formas de ejecución de las penas restrictivas de la libertad.
            En verdad, tales críticas carecían de serio fundamento. No existe razón para que el dolo pudiera ser judicialmente presumido, escapando a las exigencias generales que impone la carga probatoria en el debido proceso. En cuanto al reproche positivista, el haberse distanciado de sus principales postulados, más allá de la concesión hecha por el codificador a la peligrosidad al tratar la pena del delito imposible (C.P. 44 in fine) – que justificara la conocida objeción de Núñez- ha sido uno de sus principales méritos, como lo ha demostrado la franca retirada de tal escuela ante las críticas demoledoras que se le dirigieron.
            Y en lo relativo a la pena capital y a la condena y libertad condicionales, es evidente que ni la ausencia de la primera, ni la adopción de las últimas eran motivos suficientes para descalificar un código por haber hecho una elección que, no sólo muchos juzgamos acertada, sino que por entonces tenía y hoy sigue teniendo la fundada aceptación de importantes sistemas extranjeros.
            Por cierto, la legitimidad de su origen no excusa sus defectos técnicos, como tampoco la procedencia constitucional de una autoridad política autoriza a disimular sus yerros. Pero, una vez que pasaron las actitudes prejuiciosas, sin disimular sus vacíos legislativos, ni sus errores, la doctrina nacional dejó de ignorarlo y comenzó a intentar por medio del método dogmático su mejor comprensión. Es así como, desde 1940, fecha de la publicación de la parte general del tratado de Sebastián Soler, se ha logrado por la meritoria acción de los estudiosos de diferentes tendencias y orientaciones una doctrina penal de notable jerarquía.
            Pero, sin sustento en la doctrina y muchas veces a pesar de la opinión de los penalistas más destacados, el Derecho penal argentino tuvo desviaciones autoritarias. Espero demostrar que a través de estos setenta y cinco años tanto el derecho penal como el Estado de Derecho marcharon no sólo por caminos, sino también por atajos paralelos y si bien no estamos frente al Código perfecto de un país perfecto, también espero que se le reconozca el mérito de haber podido sobrevivir en tiempos antidemocráticos como el Código penal posible para una República posible. Y convengamos que no es poco.
            Cabe formular aquí una reflexión que espero no se juzgue prescindible. No sabemos si nuestra siempre incipiente República ha madurado lo suficiente para no caer en el antiguo yerro de enfrentar las dificultades de la realidad cotidiana recurriendo a la reforma de las leyes, pero conservando las actitudes y los malos hábitos sociales y políticos que las hacen impracticables. Sobre este reiterado error político ya nos llamaba la atención el filósofo Bentham con palabras memorables.
            Es sabido que cambiar una Constitución no es una tarea muy difícil; seguramente es más fácil que la de educar a varias generaciones en la difícil disciplina de respetarla. Es evidente que la hoy tan requerida seguridad no nos pide la reforma integral de todos los códigos y leyes vigentes en nuestro país, lo que además de insensato sería estéril si no fuera precedida por un cambio de actitudes hacia el Derecho, tanto por parte de las autoridades como de los individuos. Aquéllas, con su equivocada acción dificultan la vigencia del Derecho, y una de las formas más paradojales es la continua revisión de las leyes, pues un marco inestable dificulta o imposibilita la comprensión del significado de nuestros propios actos.
            Esa necesaria estabilidad legal supone no sólo el acierto de saber crear normas adecuadas y oportunas, sino el no menor mérito de resistir a la tentación de cambiarlas, por el mero hecho de poder hacerlo. La realidad social suele dar lecciones cuando no se respetan estas elementales razones del sentido común, pues ni la excelencia de un proyecto, ni la autoridad científica de sus autores asegura la procedencia del cambio, ni el éxito político de su sanción. No debe considerarse un hecho paradojal o un sin sentido político la distinta suerte corrida por el Código Penal y por los proyectos que pretendieron reformarlo. El primero, elaborado por el trabajo personal del Dr. Rodolfo Moreno (h), que no era catedrático, ni publicista, sino un hombre político, logró ser sancionado y promulgado. En cambio, una sucesión de Proyectos redactados por destacados profesores de Derecho penal presentados en 1937, 1941, 1951, 1953, 1960 y 1979, que pretendían su integral sustitución – es decir, tanto de la parte general como de la parte especial- no lograron su sanción. Un viejo dicho español dice que las cosas tienen sus veces. Podemos agregar: los Códigos también.
            A diferencia del fracaso de los proyectos sistemáticos, un buen número de los que sólo proponían su reforma parcial o su complementación efectivamente lograron convertirse en leyes, y si bien algunas lo mejoraron, otras alteraron indebidamente su sistema.
            Estos datos nos informan acerca de ciertas actitudes en el aspecto encubierto de nuestra cultura jurídica, las que parecen traducir una cierta resistencia parlamentaria a las sustituciones integrales del sistema y una marcada preferencia por las reformas parciales. Tal vez por ahí apunte la correcta asimilación de las reflexiones de Portalis, sobre todo en las postrimerías del siglo XX, un tiempo en el que no sólo ha desaparecido el mito de las legislaciones racionalmente perfectas, sino en el que se está cuestionando el real beneficio de los no siempre justificados procesos codificatorios, en los que a veces un cierto fetichismo por lo sistemático suele amancebarse con no pocas frivolidades académicas. Acaso esta prolongada vida del Código penal no sea necesariamente una mera y disfuncional resistencia al cambio, sino una manifestación de los factores reales que debe contemplar la legislación, para no convertirse luego en simples hojas escritas. También en materia de Códigos, mejorar no siempre significa demoler. Las leyes no nacen en un vacío cultural desvinculadas del pasado, ni tampoco desaparecen sin arrastrar tras de sí buena parte de la doctrina que generaron en torno a sus reglas y estructuraron en relación a su articulado. No parece sensato despreciar los antecedentes, ni los frutos consecuentes.
            Pero, al margen de su eventual derogación, durante su vigencia deben ser estudiados desde distintos enfoques para lograr su comprensión integral, partiendo del nivel de lenguaje objeto hasta aproximarse a los contenidos normativos no explicitados por el legislador.
            Si bien el Código Penal debe someterse al conocimiento científico interdisciplinario, en ciertas ocasiones puede ser destinatario de graves cuestionamientos. En estos casos, será sentado en el banquillo de los acusados cuando se lo sospeche instrumento políticamente perverso al servicio del autoritarismo, o se lo denuncie como inútil para acaparar al individuo que en una situación límite se pregunta si no ha llegado la hora de armarse en defensa de su propia seguridad, y de satisfacer su sentimiento de justicia por mano propia.
            Estas dos demandas las juzgo preferentes pues si el Derecho penal, por cínico o por inútil, nada hiciera para librarnos del torturador o del bandido, no daría respuesta a una necesidad elemental, acuciante e impostergable, que al no ser atendida podría canalizarse por medios peligrosos para todos. La voz de los desamparados es la que debiera escucharse preferentemente, pues el Derecho en general y el Derecho penal en particular, no han sido creados para atender solamente peticiones académicas. Tienen el concreto objetivo político de intentar la protección de los bienes jurídicos, meta común con otros medios a los que no sólo deben sumarse sino integrarse. No hay Código que pueda estar a cubierto de tales demandas, ni democracia que pueda subsistir mucho tiempo a la espiral vindicativa de la lucha de todos contra todos. Pero, tanto el uno como la otra podrán salir airosos si logran demostrar a través de su concreta vigencia que aún el Derecho Penal y el Estado de Derecho son posibles.
            Von Liszt decía que el Código penal era la Carta Magna del delincuente, en el sentido de que por el hecho de haber cometido un delito no dejaba de ser una persona con derechos, por lo que si era tratado fuera de sus previsiones o padecía más allá de lo estrictamente admitido como sanción penal, el delincuente era en verdad una víctima. Se ha enfatizado a tal punto esta idea, por cierto correcta, que en buena parte de la vigencia de nuestro Código Penal se ha olvidado, con pocas excepciones, a la víctima, cuya consideración ha tenido tardía incorporación a la doctrina dogmática y criminológica.
            En tal sentido, debemos aunar nuestros esfuerzos para configurar un Derecho Penal tan equilibrado en sus objetivos y en sus medios, que realmente funcione como la Carta Magna de todas las víctimas, es decir de todos los damnificados por el poder criminal, sea que éste provenga de la conducta particular o del abuso de los funcionarios. En el mundo actual ya nadie pone en duda la existencia de criminales tremendamente poderosos, en algunos casos más que el propio Estado, y, en otros, confundiéndose con el Estado mismo.

Segunda parte
           
            Dice Soler que “a un Estado siempre se le puede decir: muéstrame tus leyes penales, porque te quiero conocer a fondo”. A través de estos setenta y cinco años, el poder político ha tenido distintas configuraciones, y frecuentemente al mostrarnos las normas penales que iba creando, pudimos ver que en el fondo tenía muy malas entrañas.
            No me refiero al hecho de que las leyes penales nos revelen el fondo represivo de un gobierno. Es sabido que frente al delito tanto las personas como los Estados suelen tener un alto grado de intolerancia, notoriamente más grave que las establecidas en otras ramas del Derecho. Pero, una cosa es que el Estado apele excepcionalmente al Derecho penal como instrumento garantizador de la seguridad individual y colectiva, y otra, muy distinta, que se convierta en el medio defensivo ordinario del propio Poder. El orden autoritario crea adicción al verdugo, oficial o clandestino, y hasta en el lenguaje se reiteran palabras endurecidas como, por ejemplo, “aniquilamiento, exterminio, solución final”, ajenas al habla de los hombres de Derecho.
            Bueno es saber que estas formas corruptoras o destructoras del Estado de Derecho no avisan su llegada. Directamente se instalan, y a veces lo hacen enmascaradamente para dificultar su descubrimiento. La clave del reconocimiento de una modalidad represiva es la aceptación del poder como razón suficiente para una decisión. Se trata de una legitimación viciada que pretende justificar el acto elegido simplemente porque se lo puede hacer.
            Por supuesto, el poder hacer algo no tiene las mismas dificultades de comprensión que presenta el deber de hacerlo, pues en aquél cada uno sabe inmediatamente si podrá o no lograr un determinado objetivo o emprender una cierta acción. En cambio, no existe tal inmediatez en el campo de los derechos, facultades, atribuciones, obligaciones y deberes, pues entre nosotros y nuestros objetivos debe existir la máxima que justifique su procedencia, y es sabido que el descubrimiento de tal máxima no es tarea sencilla, ni siquiera para los filósofos especializados en los temas de la razón práctica.
            Por eso, la sensación de saberse fuerte tiende al uso de la falacia represiva, razonamiento lógicamente inválido que pretende inferir del hecho circunstancial de poder hacer algo, el derecho de hacerlo. Es un caso de improcedencia lógica por inversión del consecuente, que otorga autónoma, pero aparente, razonabilidad a la conducta del violento. Así, un hombre pegará a su mujer o a su hijo simplemente porque puede pegarles, el capanga azotará al mensú porque puede azotarlo, el carcelero apremiará al detenido porque puede torturarlo.
            Si comparamos el poder que de hecho tienen esos dominadores sobre sus circunstanciales dominados con el poder institucionalizado, percibiremos una diferencia abismal, pues la relación política no es aleatoria sino jurídicamente asimétrica, ya que uno de los términos –el Estado- no sólo tiene permanente capacidad para tomar decisiones que pueden afectar al otro, sino que puede incluso recurrir legítimamente a la fuerza para imponer tales decisiones. (Tucídides ya lo percibió cuando dijo: “los oprimidos no legislan”).
            La disponibilidad de la violencia institucionalizada es la ultima ratio del Estado, y por ella puede poner límites para evitar o contener una acción no querida por el Poder. Precisamente en su origen, la palabra represión significaba la acción destinada a poner límites, sentido que aún conserva la palabra “represa”. Y en la terminología utilizada por el codificador es frecuente encontrar la expresión “será reprimido” como equivalente a “será penado”. La determinación legal de esa amenaza evidencia la noción de límite característica del Estado de Derecho, por lo que la represión entendida en su significado etimológico, es precisamente una de sus atribuciones legítimas.
            Pero, como decía el maestro Ángel Vasallo, una explicación que se limitara al sentido etimológico de las palabras, incurriría en una especie de barbarie filosófica. Por cierto, las palabras también se civilizan con el tiempo, van complicando su sentido original, y en esta desviación semántica –no sería correcto hablar de evolución- nos conducen con igual derecho a distintos significados. Es así como la palabra “reprimir” ha ido perdiendo el claro sentido de legítima limitación para convertirse prácticamente en sus antónimos “extralimitación, persecución, exterminio”.
            Con este último significado hicimos, hace algunos años, un seminario acerca del “orden represivo” en nuestro país, a la manera de una Semiología jurídica destinada al reconocimiento de los síntomas del autoritarismo penal, para que los estudiosos del Derecho se adiestraran en la oportuna y adecuada percepción de sus apariciones precoces. El tiempo concedido a los expositores de este panel me impide una explicitación exhaustiva, pero confío en que los datos seleccionados resulten suficientemente ilustrativos.
            Ante todo, es necesario despojarse de cualquier categorización maniqueísta, fundada en prejuicios, militancias partidistas, o cualquier postulación subjetiva. Sólo debe atenderse a los datos objetivos para un análisis de la represión autoritaria. Esto nos evitará caer en una división simplista entre grupos de pertenencia y grupos de referencia, a la manera de los buenos y los malos, división que en materia de política es tan poco eficaz, como efímera, porque tanto unos como otros pueden mudarse continuamente de bando.
             Lowenstein ironizaba al respecto diciendo que el poder es demoníaco y que sólo en el hipotético e improbable caso de que los santos lo tomaran, habría gobernantes que segura y ciertamente resistirían a la tentación de abusar de él.
            Por lo tanto, si bien debemos esperar que durante los gobiernos de facto ocurran desviaciones y deformaciones del Derecho Penal, no debemos descartarlas en la actividad de los gobiernos de jure, pues en éstos también pueden aparecer brotes represivos. Es posible que, en el caso de nuestro país, tal posibilidad obedezca a que nuestra vida institucional no ha logrado una suficiente madurez cívica a consecuencia de su forzada discontinuidad.
            Pero, un Derecho Penal totalitario no nace imprevistamente ex nihilo, ni aparece en cualquier comunidad. Por el contrario, suele ir preparándose a través de una serie de factores que moran en su cultura encubierta y crecen a costa de la debilidad histórica de ciertas vacilaciones políticas. Se repara que después de lograda nuestra independencia la vida cotidiana durante décadas fue enturbiada por luchas intestinas en las que el homicidio, la tortura y el saqueo no escasearon, y que la pena capital se ejecutaba a lanza y cuchillo, no nos puede sorprender la fragilidad de nuestra organización política. No siempre se ha sabido valorar en su justa dimensión que la guerra civil constituye la más cruel y persistente forma de criminalidad, no sólo porque durante el tiempo bélico pocos desmanes quedan sin emprenderse, sino porque sus secuelas sobreviven a la capitulación del bando perdedor, dejando a los vencidos a merced de los compatriotas vencedores.
            Las democracias que se asientan sobre tan comprometidos cimientos históricos difícilmente dejen de recurrir a formas severas de dominación. Ellas tienden a retacear, aunque sea transitoriamente, las libertades políticas, circunstancia que no pasó desapercibida hace más de un siglo para Juan Bautista Alberdi cuando diseñaba las bases de una república posible. Por eso, la irrupción de las formas políticas autoritarias no puede causar sorpresa a quien analice las vicisitudes de nuestra organización constitucional y reconozca los signos de debilidad institucional que presentaba la República.
            Además, de los componentes disociadores de un pasado político altamente conflictivo, tanto el Estado de Derecho como el Derecho Penal recibieron estímulos ideológicos nocivos.
            En cuanto al primero, las doctrinas que sustentaron las variadas formas de totalitarismo europeo tuvieron repercusión en grupos castrenses sindicales y políticos. Las nuevas ideas postulaban un orden asentado en la represión fulminante y ejemplarizadora del infractor, especialmente si se trataba de un disidente político.
            Tal concepción movilizó no sólo tentativas corporativistas sino un Derecho Penal intimidatorio, dando nuevos impulsos a quienes postulaban la reimplantación de la pena de muerte, para lo cual se presentaron proyectos de ley en 1927, 1929 y 1933, todos los cuales fracasaron.
            Como dije, también el Derecho Penal padeció la influencia de estímulos nocivos, por obra de la doctrina pretendidamente científica del positivismo criminológico italiano, que en la Argentina tuvo notable y prolongada aceptación, pues salvo pocas excepciones, contó con la adhesión de la mayoría de los penalistas y criminólogos.
            El giro copernicano que tal doctrina promovía al desplazar el fundamento de la seguridad jurídica hacia el concepto de la defensa social, determinó una disminución del valor teórico del delito, que pasó a tener sólo una importancia sintomática, pues el epicentro del sistema debía girar sobre la peligrosidad, especialmente sobre la peligrosidad sin delito. Todas las categorías analíticas y teorías del Derecho Penal quedaron alteradas por este pasaje desde el campo del hacer al de ser, desplazando la función garantizadora de la tipicidad como previa descripción legal de lo prohibido, hacia la vaguedad conceptual de la peligrosidad. Por fortuna, la lucidez de Soler, revelada en su primer libro (1929), y la ironía de Madureira de Pinho, expuesta en un Congreso internacional (1939), desnudaron la máscara pretendidamente científica del positivismo y revelaron sus falencias e incongruencias.
            Pero, como suele ocurrir con las ideas falsas, su muerte académica no importa su defunción política. El positivismo fracasó en sus tentativas doctrinarias, pero involuntariamente dejó instrumentos conceptuales para la represión política. Los totalitarismos europeos congeniaron con este sistema conceptual que no limitaba, sino intensificaba, la falacia represiva.
            En nuestro país, inmediatamente después de la sanción del Código, Hubo tres intentos frustrados por transformar el sistema penal al modo positivista, con los proyectos de estado peligrosos de 1924, 1926 y 1928. Fueron batallas perdidas para el positivismo, pero esta triple derrota no tuvo el valor de una capitulación total. La doctrina peligrosista, en plena retirada consiguió refugiarse en el importante dominio del derecho contravencional, donde algunos edictos policiales aún se sustentan en la versión ontológica de la ilicitud, como en el conocido caso del “profesional del delito que vagare por la ciudad”, en el que claramente se pena no por lo que alguien hace, sino por quien es el alguien que lo hace.  
            Todas estas variables acosaron el estado de Derecho y al Derecho Penal democrático, pero no determinaron su inmediata transformación, para lo cual debió contarse con el detonante de la violencia ejercida por grupos sediciosos.
            Si bien ningún golpe de Estado nos manda el preaviso del inminente despido de nuestras garantías constitucionales, pues simplemente se instala en el asalto delictivo del Poder, en nuestro país aparecieron paulatinamente signos inequívocos de una incipiente doctrina represora, a través tanto del menosprecio manifestado hacia el sufragio universal, como de la aceptación de una moral de los resultados, sustentada en el principio según el cual el fin justifica los medios.
 En septiembre de 1930 –cuando el Código Penal tenía apenas ocho años de vigencia- se consumó impunemente uno de sus más graves delitos. Ese cuartelazo que al derrocar a un gobierno constitucional lograba interrumpir una prolongada vida institucional organizada en 1853, inauguró una serie de golpes de Estado que fueron progresivamente deteriorando al ordenamiento jurídico del país y, como se podrá apreciar, al sistema penal en particular.
La sedición no sólo no fue judicialmente condenada sino que, a través de una incalificable actitud de la Corte Suprema de Justicia, recibió el reconocimiento del único Poder que no había avasallado. La Corte, violando su propia doctrina según la cual los jueces no deben formular apreciaciones de carácter abstracto, esto es, fuera de un concreto caso jurisdiccional, dictó la insensata Acordada del 10 de septiembre de 1930. Por ésta, sostuvo que ante un gobierno de facto cuyo título no podía ser judicialmente discutido pues ejercitaba la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte del orden y de seguridad social, y por razones de necesidad, resolvió convalidar la legitimidad de la futuras designaciones de funcionarios y la de los actos que éstos realizaran. Además, sostuvo con increíble ingenuidad que si después de normalizada la situación el Gobierno desconocía las garantías constitucionales, el Poder Judicial se encargaría de restablecerlas y de hacer cumplir la Constitución Nacional.
Esta claudicación del más alto tribunal del país comprometió seriamente no sólo los derechos de las personas contemporáneas al golpe, sino al futuro institucional de la República. A partir de entonces, sucesivas complacencias del mismo tribunal, aunque con distinta composición, fueron progresivamente conmoviendo los cimientos del Derecho Penal y las garantías del debido proceso. Fue así como el principio de legalidad terminó acosado por una serie de interpretaciones complacientes que convirtieron en una fórmula espuria a la garantía de no haber pena, ni delito sin ley previa, al sustituir la ley del Congreso por cualquier otra norma, es decir, decreto, decreto ley, bando, resolución, ordenanza, edicto. Hasta se cometió la picardía de llamar “ley” al decreto, como si de esa forma se pudiera salvar la clara objeción de los arts. 18 y 67 inc. 11 de la C.N.
Es posible que para algunos éstas sean formalidades intrascendentes. Enrique Galli solía decir que detrás de una formalidad jurídica siempre hay una libertad en peligro. Esto viene a cuento para aclarar que al prostituido sentido del nullum crimen... siguieron otras alteraciones patológicas del sistema: afiliaciones obligatorias para acceder a un cargo público, contribuciones forzosas, detenciones clandestinas, represión penal por pronunciar o escribir palabras prohibidas, clausura de periódicos, cesantías de jueces y profesores universitarios, movilización de huelguistas, consejos de guerra, leyes marciales, fusilamiento de civiles y militares, grupos de choque y escuadrones de la muerte, torturas y desaparición de personas, incluso de niños. Todo eso ocurrió en nuestro país, pero cabe acotar que el Código Penal permaneció al margen de tales desmanes jurídicos. No es poco mérito para que hoy sea honrado.
De acuerdo a lo anunciado, examinaré algunos textos legales que sancionados por distintos gobiernos fueron configurando una progresiva alteración del Derecho Penal republicano. Comenzaré por analizar tres leyes que, no obstante haber sido sancionadas por el Congreso de la Nación y promulgadas por el respectivo Presidente constitucional, son incompatibles con la noción de Estado de Derecho que estructura nuestra Constitución.
La primera fue la ley 4144 sancionada en 1903 como respuesta del gobierno constitucional a los problemas que presentaban los crecientes conflictos laborales, al temor que suscitaba por una parte su organización sindical y, por otra,  la creciente actividad de los anarquistas. En virtud de dicha ley el Poder Ejecutivo podía expulsar inmediatamente del país a cualquier extranjero que considerara peligroso, hubiera cometido o no cometido delito, sin ningún tipo de proceso en el que se demostrara la procedencia de tal calificación, ni de ningún trámite que permitiera efectuar descargos o defensas. Esta ley fue acompañada por la creación de la luego famosa Sección Especial de la Policía, en la que se delegaría el trámite individualizador de los peligrosos. Este afincamiento represor de la doctrina positivista en el Poder de Policía hizo decir a Terán que una de las características del positivismo latinoamericano residía en su asombrosa capacidad para hablar desde la institución. En verdad, este hecho debiera convencernos acerca de la necesaria evaluación crítica de las ideas penales, para evitar que después de su ingenua aceptación en la cátedra terminemos padeciéndolas en el discurso represor. Esta ley, claramente violatoria del art. 20 de la Constitución, debida a la iniciativa de Miguel Cané, y reiteradamente condenada por el pensamiento político opositor, fue conservada por los sucesivos gobiernos constitucionales a lo largo de cincuenta y seis años. Demasiado tiempo para estimar que se trataba de una equivocada decisión tomada en un momento de confusión política. Nos parece un claro exponente de un orden penal represivo incompatible con el Estado de Derecho, toda vez que lo decisivo para su aplicación era sospechar por parte de la autoridad policial y ser extranjero por parte del sospechado. El etnocentrismo patológico que fundamenta esta fobia política marginó del amparo constitucional al que no era argentino, y despojó a los jueces del monopolio jurisdiccional previsto en la Constitución.
Un segundo caso es la ley 12.830 que reprimía el delito de agiotaje o, como se acostumbró a decir el agio. Sumaba a los conocidos riesgos de toda ley penal en blanco, una complementación normativa tan peculiar que difícilmente pueda existir un sistema parecido en el Derecho comparado. Se trataba de una ley de emergencia, prorrogada año tras año, que penaba el acaparamiento y el lucro indebido en la comercialización de los artículos de primera necesidad, para lo cual tuvo que delegar en normas posteriores tanto para la determinación de tales bienes, como la de sus correspondientes precios máximos. Esta ley en blanco fue sucesivamente integrada por otras leyes, decretos, decretos leyes y resoluciones ministeriales en una cantidad tal que difícilmente se podía determinar el contenido concreto del tipo delictivo, grave defecto al que se sumaba una excesiva batería de penas. En efecto, el hecho de vender un producto por encima de su precio máximo exponía al comerciante a padecer prisión hasta seis años, multa hasta un millón de pesos, expulsión del país si se trataba de un extranjero, pérdida de la personería jurídica si se trataba de un ente artificial de derecho y clausura de los respectivos locales.
Como tercer y último ejemplo podemos citar la ley 13.569 (B. O. Del 25 de octubre de 1949), que por su art. 4 agregó a la figura de desacato prevista en el art. 244 el siguiente texto: “...Cuando se utilice la imprenta para cometer desacato cuyo juzgamiento competa a la justicia federal o a la de cualquier fuero de la Capital o los territorios nacionales, será personalmente responsable el director del periódico en que apareciera la publicación o quien la editare, a menos que, indicado el autor por el imputado hasta tres días después de la fecha fijada para recibir la declaración indagatoria, aquél comparezca al juicio dentro de los cinco días posteriores y se declare autor de la publicación incriminada. Esta excepción no rige en el caso de que la ofensa haya sido proferida por otro anteriormente y se reproduzca en un impreso. El director o editor no será exonerado de responsabilidad si el que se presentare como autor no poseyere, manifiestamente, aptitud para haber ejecutado el hecho, estuviere procesado o sufriendo pena privativa de libertad, se hallare ausente, desertare del juicio o fuere incapaz. A los efectos de lo dispuesto precedentemente, los directores de publicaciones periodísticas comunicarán por telegrama colacionado al Registro de la Propiedad Intelectual su nombre y domicilio ante de que comience a editarse el periódico o de que se hagan cargo de sus funciones si las recibieren de un antecesor. Se aplicará multa de dos mil a cinco mil pesos a quien incurriere en falsedad al formular la declaración. Los que la omitieren, serán reprimidos con pena de la misma naturaleza, que consistirá en una cantidad fija de dos mil pesos, además de cien pesos diarios mientras permanezca incumplida la obligación”. Como se podrá preciar esta ley dio relevante función represiva al desacato cometido por el periodismo, convirtiéndolo en un instrumento para la persecución de la prensa libre.
La evocación de estas tres leyes, no vigentes en la actualidad, permite a título de muestreo, suficientemente representativo, comprobar que a pesar del origen constitucional de los gobiernos que las sancionaron y promulgaron, sus disposiciones eran claramente incompatibles con el sistema penal de un Estado de Derecho.

Tercera parte

                  El cuartelazo de 1930 es el resultado de muchos factores políticos, sociales y económicos, tanto en el orden nacional como internacional. También incidieron el desequilibrio entre los yerros y aciertos de los gobernantes, y el enceguecido oportunismo de algunos opositores. Pero, estos ingredientes no son por sí mismos sediciosamente operativos, pues todavía les falta el detonante circunstancial que ponga en marcha la llamada falacia del poder, por la cual si alguien tiene fuerza suficiente para apoderase del gobierno, debe hacerlo, y si en la defensa de tal fuerza, se puede hacer al adversario lo que se quiera, será necesario hacerlo.
                  Puestos en la tarea de instalar un concreto orden represivo, los sucesivos gobiernos de facto debieron dictar normas penales porque el Código Penal no era idóneo para tales fines.
                  Como primer ejemplo de este orden represivo podemos considerar el peculiar regreso de la pena de muerte a la legislación ordinaria, de la que había salido precisamente por obra de este Código. En verdad, lo que llama la atención no es la pena en sí misma, sino el modo en que fue institucionalizada y los alcances que se le concedieron. La pena de muerte, que en mi opinión merece muy serias objeciones, no está prohibida, sino limitada por nuestra Constitución Nacional, y dentro de tales restricciones el Congreso de la Nación la incorporó en varias oportunidades a la legislación común de nuestro país: Código de 1887, leyes 49 (en 1863), 4189 (en 1903), 7029 (en 1910), 13.234 (en 1948) y 13.985 (en 1950). Y aunque llame la atención también estuvo vigente entre 1877 y 1881, por obra de Legislaturas provinciales de Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, San Luis, Catamarca, Salta y Tucumán, que ante la inoperancia del Congreso Nacional adoptaron el Proyecto Tejedor que la tenía prevista. Y también rigió a través de ese mismo Proyecto en la ciudad de Buenos Aires, después de su federalización en 1880, por la ley 1144. 
                  Pero en tales ocasiones la pena de muerte era una elección posible dentro de las alternativas ofrecidas por la política criminal, pero no importaba una distorsión del sistema constitucional del Estado de Derecho. Veamos, ahora, cómo regresa a través de los poderes sediciosos, esto es cómo se implanta la pena capital en la Argentina, sin Parlamento representativo que la debata y sancione, ni presidente electo que la promulgue.
                  Comenzaré por la llamada ley 18.701, publicada en el B. O. El 3 de junio de 1970:
                  Entre otros casos, castigaba con pena de muerte a quien atentare con armas contra un buque, aeronave, cuartel o establecimiento militar o de fuerza de seguridad, o sus puestos de guardia, o su personal. Como podrá apreciarse el hecho no requería resultado, pues aunque no se causare la muerte o lesiones, ni daños sobre las cosas, era igualmente merecedor de la pena de muerte. Además equiparaba de modo sorprendente el ataque contra bienes con el previsto al final sobre las personas. Es evidente que un sistema penal que ha puesto el límite de 25 años de reclusión o prisión para el homicidio del propio hermano, no puede integrarse con tamaña forma de castigar un delito de peligro.
                  Más adelante, la misma norma factuosa reprime con pena de muerte a los que ilegalmente usaren insignias, distintivos o uniformes correspondientes a las fuerzas armadas o de seguridad, cuando se usaren para preparar, facilitar, consumar u ocultar cualquier delito que tuviere prevista una pena máxima superior a ocho años de reclusión o prisión, o para asegurar sus resultados o procurar la impunidad para sí o para otro. Es notorio que la gula represiva y la mala técnica legislativa iban de la mano, pues para lograr una remisión abarcadora, el ignoto legislador no se molestó en enumerar delitos, sino que los nombró indirectamente con una referencia a su penalidad. Así, de este engendro jurídico pueden resultar consecuencias penales francamente absurdas. En tanto un violador sin uniforme que consuma tal delito sería punible por nuestro C. P. con reclusión o prisión de 6 a 15 años, la norma de gobierno de facto ordenaba fusilar al que se pusiera el uniforme para cometer una violación, aunque ni siquiera hubiere llegado al grado de tentativa. En esta hipótesis nuestro C. P. sólo le reprocharía haber cometido el delito penado con multa en el art. 147. He aquí un claro ejemplo de la tragicomedia jurídica de los represores que se ponen a reformar lo que no conocen.
                  El mismo estilo se revela cuando la norma, que había previsto el fusilamiento del secuestrador si la víctima moría o sufría lesiones gravísimas, establecía la retroactividad de la pena capital aunque los secuestros hubieran comenzado antes de su entrada en vigencia (arts. 1 y 6), en franca violación del art. 18 de la C. N. Y del art. 2 del C. P.
                  Por otra parte, el art. 5 mezclaba un no bien asimilado concepto del delito de encubrimiento y un muy bien entendido postulado inquisitorial de la delación obligatoria. En efecto, se penaba con reclusión o prisión de 5 a 25 años, entre otras conductas, el no haber denunciado de inmediato a la autoridad competente uno de los delitos comprendidos en la presente ley. Es tal el sentido represivo que no se distingue entre los que tienen, por su función, el deber de dar la noticia de cualquier delito, y el resto de la población, destinataria de una pena con un máximo similar a la prevista para la traición a la patria o para el homicidio. 
                  Dos acotaciones para terminar con esta norma: a) la prisa y la falta de oficio le hacen a este legislador factuoso establecer imperativamente que la pena de muerte deberá cumplirse dentro de las 48 horas de encontrarse firme la condena. La sustitución del término legal “días” por “horas”, parece haberle impresionado como plazo dotado de mayor rapidez, sin perjuicio de reconocer que la inesperada expresión “dentro” podía haberle causado más de un disgusto jurídico si, por cualquier motivo, hubiera transcurrido el término sin haber podido ejecutar la pena; b) Todavía hay más: la ley, por expresa disposición del art. 12, alteraba el sistema general de nuestro ordenamiento jurídico pues comenzaba a regir antes de su publicación. Y estamos hablando de la pena de muerte....
                  Un segundo ejemplo lo muestra la llamada ley 21.264 que implantaba la pena de muerte a partir de las trece horas del 24 de marzo de 1976, es decir dos días antes de su publicación en el Boletín Oficial (26 de marzo de 1976)
                  Entre las infracciones susceptibles de tal pena se incluían dos modalidades de peligro: el atentado a los medios de transporte (art. 2), y el envenenamiento de aguas (art. 3), los que determinarían el fusilamiento de los infractores aunque no hubieren resultado muerte o lesiones. Como se podrá apreciar tal tipo de penalidad distorsiona el sistema previsto para tales conductas en el Código Penal (conf. Art. 193: un mes a un año de prisión; y art. 200: reclusión o prisión de tres a diez años).
                  A su vez por el art. 5, se establecía que el personal de las fuerzas de seguridad y policiales debían hacer uso de las armas en caso de que la persona incursa en tales delitos fuera sorprendida in fraganti y no se entregase. No se distingue entre las distintas conductas posibles del sorprendido (v. gr. resistir, fugar u ocultarse), de modo tal que en cualquiera de tales casos debía usarse las armas.
                  Si causa estupor que un procesado pudiera ser condenado a la pena capital por haber tirado una piedra al paso de un tren, qué decir de esta previsión del art. 5 por la que, fuera del debido proceso, el personal de vigilancia tenía atribuciones tan extremas que parecen conformar la legitimación de los fusilamientos al paso.
                  También se había previsto la equiparación de la pena del encubridor con la del partícipe, alterando los fundamentos mismos del encubrimiento, delito autónomo cuya autoría es incompatible con la condición de cómplice del delito encubierto. Pero, tal desatino científico nos revela, una vez más, que el propósito del gobernante es poder aplicar mayores penas. A mayor gravedad del delito encubierto, el encubridor tendrá mayor pena. Incluso la de muerte.   
                  Estas normas descubren una argumentación encubierta: la equivocada creencia de que aumentando las penas se mejoran las leyes. Esto no sólo es un palmario error, sino un retroceso intelectual, si se recuerda que precisamente en la “Exposición de motivos” del Proyecto de 1917, base de nuestro Código, refiriéndose a similar yerro cometido con anterioridad, ya se nos advertía: el criterio que había predominado al redactar las modificaciones de la parte especial fue el de aumentar las penas, creyéndose con pensamiento simplista, que el crimen se atenúa por la mayor severidad en el régimen represivo. Si ese factor tuviera el valor que se pensó cuando la ley 4189 fue promulgada, el problema de la criminalidad sería muy sencillo, pues bastaría volver a las leyes de Dracón o a las más semejantes, para tenerlo resuelto (p. 13).
                  No siempre el orden represivo es detectable con tanta facilidad –v. gr. Decreto 9390/63- pues puede aparecer en contextos que aislados no nos advierten acerca de su operatividad, por lo que ninguna norma debe ser analizada en un vacío legal.

Conclusiones

            El ordenamiento jurídico no es un conjunto infinito de normas, por lo cual el universo de discurso del Poder Político necesariamente se encuentra sujeto a límites. Su definición más precisa y acotada se da en el Derecho Penal de un Estado de Derecho, pues a las limitaciones constitucionales de éste, se suman los fundamentos esenciales de aquél: legalidad, reserva, tipicidad, culpabilidad, mínima suficiencia. Soler ejemplificaba esta necesaria limitación del Derecho diciendo que orden jurídico tiene dos topes: hacia arriba, porque nada está por encima de la Constitución; hacia abajo, porque todo conflicto termina con la cosa juzgada.
            Tales garantías no son gratuitas, sino que tiene un alto precio, pues toda protección presupone la intervención armónica de la ley y del juez, por lo que el Estado de Derecho será inevitablemente lento para lograr una adaptación adecuada e inmediata a la cambiante realidad. Tal merma a la satisfacción inmediata es un costo que los devotos de la inmediatez y de la eficacia no están siempre dispuestos a soportar, y su insatisfacción pone en movimiento operadores teóricos y propuestas políticas que instrumentan la rapidez y la eficacia.
            En medio de las primeras, encontraremos las muy variadas formas de superar los tiempos lentos y los errores judiciales. Pero, ni la tentadora analogía, seguramente mucho más dúctil que el nullum crimen, ni la no menos seductora revisión de las decisiones judiciales por motivos de Justicia, se compadecen con el amparo y protección de los derechos personales, y por tanto con la seguridad individual y colectiva.
            Entre las propuestas políticas, nuevos y distintos nombres evitarán llamarla dictadura, y retóricas proclamas y ambiguos estatutos tratarán de disimular la configuración de un poder ilimitado, independiente del sufragio universal y de cualquier posible restricción normativa a sus atribuciones. Sin duda, el tiempo de las dictaduras no es lento, pues llegado el caso pueden prescindir tanto de la ley como del juez, y aun de toda forma institucionalmente controlable.
            La Historia puede ofrecernos cierta uniformidad de datos acerca de cuál ha sido el costo real que distintas sociedades han debido afrontar para evitar las disfuncionalidades del Estado de Derecho. Cada uno de nosotros tendrá que saber elegir entre ambos precios, pero se me antoja que al tiempo de pagar, la opción por las dictaduras podrá vaciarnos los bolsillos del alma.


No hay comentarios:

Publicar un comentario